Excesos lectores, ascetismos iconográficos.

Es fácil caer en la tentación de pensar que toda autobiografía es una variante de la ficción sustentada en fuentes documentales. En el caso de una autobiografía basada en las bibliotecas transitadas, la tentación cede paso a la curiosidad pura: ver cómo y de qué manera, los libros formaron parte de la cotidianidad del autor; suerte de "locura a lo Quijano" pero en "estado de cordura".

Se me hace difícil despegar la imagen que tengo de José Emilio Burucúa de su autobiografía literaria, ya que tuve la primera oportunidad de escucharlo cuando fue profesor en la UBA. Mantengo la impresión de la primera clase a la que asistí, hasta el presente -y este libro la confirma-: Burucúa analizaba el último autorretrato de Rembrandt (1669), donde se ve al pintor erosionado por la edad. En cierto momento, las palabras y la imagen no le bastaron; Burucúa, sin perder el hilo de su explicación, dio espaldas a la clase y pasó la mano derecha, con la palma abierta, sobre el pizarrón donde se proyectaba la imagen, como queriendo acariciar la imaginaria tela. Con ese acto, parte del cuadro se proyectó sobre su camisa blanca y la cabeza. Pensé que Burucúa, como en un dibujo de Escher, literalmente se había "sumergido" en Rembrandt; fundido con la imagen, la palabra y el tacto.

Años después, fue mi profesor en dos materias en la Maestría de Historia del Arte Argentino y Latinoamericano y se terminó de consolidar una idea que venía incubando a medida que devoraba todos los libros que conseguía de él, un hombre del renacimiento; porque hubo una época, la de los humanistas de los siglos XV y XVI, en que los pensadores tenían una visión abarcadora de todos los saberes; nada de lo humano les era extraño y pulsaban con el mismo virtuosismo las cuerdas de las ciencias, la medicina, la poesía, la biología, la arquitectura, el arte o la astronomía.

No más terminar la lectura de Excesos lectores, ascetismos bibliográficos, me queda claro que, de ser posible encontrarme con alguno de aquellos humanistas del renacimiento en la calle, José Emilio Burucúa bien podría serlo. Ahora con otros medios al alcance de su intelecto insaciable, suerte de ciberpunk utópico, cambiando el atril de lectura por un teclado de computadora: acceso a bibliotecas distantes, comunicación casi instantánea con cualquier lugar del mundo, la infinita enciclopedia de la web. Sin embargo -y eso nos revela su autobiografía-, el protagonista es, fundamentalmente, un hombre del libro de papel, homo legens por mandato genético y químicamente puro; Maelstrom humanista que, en su vida de leedor, absorbió todo tipo de saberes que se pusieron al alcance de su vórtice.

Dividido en cinco capítulos -Niñez y esperanza; Adolescencia, tristeza y comedia; Juventud, felicidad y tragedia; Madurez y culpa; Ancianidad, una reconciliación que huye-, en Excesos lectores... comienzo y fin del libro cierran, con dos variantes distintas: la experiencia del protagonista, alter ego de Burucúa, con la palabra escrita y la imagen.

La historia del leedor resulta ser, de esta manera, un círculo como un ouroburos -símbolo de la vida eterna a través del arte-. A su vez este círculo configura un portulano bibliográfico, confeccionado por el autor, que evoca al mapa del Imperio narrado por Borges, que tuvo el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente en cada detalle con él.

El primer recuerdo de Burucúa de su acceso a la lectura en esta autobiografía, está ligado a la imagen, cuando, muy niño, a poco de finalizado el libro Upa, su padre lo llevó al cine a ver A la hora señalada: "Pude leer todos los subtítulos de cabo a rabo, entendí bien la trama, tuve la sensación de que el mundo ya no tendría secretos para mí vida". Esta reflexión del autor -mejor, revelación- me remite como lector al primer mensaje que Mahoma recibió del Arcángel Gabriel (Yibril); así leemos en el Corán (Suras 1-5): "¡Lee (en otras versiones, ‘recita’) en el nombre de su Señor, Que ha creado, / ha creado al hombre de sangre coagulada! / ¡Recita! Tu señor es el Munífico, / Que ha enseñado el uso del cálamo, / ha enseñado al hombre lo que no sabía".

Finalizado el secundario Burucúa zarpó en una accidentada singladura universitaria que lo llevó, avatares personales de por medio, a recalar por distintos puertos: medicina, ciencias exactas, un exilio interior por problemas sentimentales: "en la estanzuela de un amigo cerca de Bragado" -que aprovechó para incursionar en el campo de la teoría y la composición musical-; hasta, finalmente, atracar en la carrera de historia de las artes.

En este viaje académico sus derivas "extracurriculares" no lo abandonaron, al igual que en su vida anterior supo armonizar libros de anatomía, cálculo diferencial e integral, física, termodinámica, óptica, suplementos culturales, las aventuras de Tintín, la mítica colección Robin Hood y la revista de historietas El Tony. Infatigable hábito de lector que lo llevó sin perder el rumbo de los textos que ahora debió aprehender hasta lograr su título; sólo una breve escala en lo que fueron sus derrotas -en el sentido náutico del término- posteriores: docente, académico e investigador. Siempre acicateado por su actividad de leedor hedónico de ficción: de la antigüedad clásica hasta los contemporáneos. En este último sentido, Excesos lectores... -de singladuras librescas hablamos- es un verdadero "catálogo de las naves" homérico, ya que no de barcos de literatura universal. Quizás la clave de bóveda de la erudición y memoria prodigiosa que el autor despliega en las páginas de su libro es su atracción por la obra de Aby Warburg: "dos cosas me sedujeron de los textos de Warburg: la primera, el papel concedido a la vuelta a la vida del paganismo y sus valores cívicos, morales y estéticos...; la segunda, la erudición que parecía no colmarse nunca".

De esta manera al dejarnos llevar por el Maelstrom de la lectura, el libro es una mise en abyme que nos remite a nuevas imágenes y a nuevos libros y a la Biblioteca de Babel, aquella de galerías hexagonales, en cuyo infinitos volúmenes debería figurar, en la primer hoja de cada uno, un ex libris que tenga como divisa la reflexión de Burucúa, perpetuum mobile de la expectación intelectual: "La sana costumbre de ir a buscar los antecedentes y maitres à penser de los autores".

Al cierre del libro y a modo de una despedida -o, mejor, un "Continuará" como en los episodios seriados de las antiguas revistas de historietas-: una deliciosa écfrasis del óleo Los tres filósofos de Giorgione "del que fantasée ser, al menos, dos de sus personajes". En el cuadro aparecen, de izquierda a derecha, tres imágenes representando la transmisión del saber desde la antigüedad; un griego, un musulmán y un renacentista y, en el horizonte, la imagen del sol: "para el joven , seguramente es el sol que sale por el este; el anciano cree que, más bien, el resplandor es del oeste". Ambigüedad que nos remite al ouroburos de un libro que se lee y relee de manera permanente; porque, en lo personal, esta última reflexión, como en el Juego de la Oca, me remitió 29 páginas atrás: "Confieso que la idea de vincular el arte macarrónico con Las Bodas de Filología y Mercurio fue mi hexágono de Kekulé. Recibí la inspiración en el asiento del avión que me llevó a Nantes". Esta revelación del autor remite a un relato que cualquier estudiante de la carrera de Química conoce de memoria -como antaño las tablas de multiplicar-: el (en) sueño del químico Kekulé, en el carruaje que lo llevó de regreso a su casa, y le permitió formular la estructura del benceno -quienes saben me entienden- y posibilitó la fabricación de colorantes artificiales primero y plásticos después. Ahora, el "hexágono de Kekulé" también remite a las hexagonales galerías de la Biblioteca de Babel; o a Excesos lectores, ascetismos bibliográficos, que es lo mismo.