Volver del Leteo. Tío Oscar

A. G., amigo, comprovinciano y profesor de literatura en la Universidad de Tulane, escribió anunciándome su viaje a Buenos Aires y Mendoza por un trabajo que está realizando y sobre el cual quería consultar; no me dio detalles.

Hace una semana, nos encontramos en un café y, tras preguntarnos por las familias me descerrajó su proyecto: recopilar las actividades culturales en Mendoza en los dos años previos al golpe militar de 1976. Fui uno de los protagonistas de un evento que investiga y me preguntó si le podía ofrecer información; me tomó desprevenido. No fue nocaut como el de Ike Williams a Gatica pero, siguiendo con metáforas boxísticas: “me contaron hasta ocho apoyado en las cuerdas”. Una experiencia olvidada, cuya mención me llevó a la inesperada vivencia de volver sobre mis pasos y a cruzar el Leteo, río que borra los recuerdos de quienes lo atraviesan, pero en dirección inversa, a la recaptura de recuerdos du temps jadis.

Al día siguiente de nuestra charla, inquieto por la conversación, como en sueños, hurgué en un par de cajas en la oficina donde archivo proyectos de escritura desechados, correspondencia y notas. Veía los rótulos y no surgían pistas. Una caja tenía sólo una referencia: “1982”; revistas del año, borradores de una novela y cuentos; un sobre con fotos familiares y ¡cerise sur le gâteau!, los recortes de diarios de la provincia que cubrieron el evento que A. G. indaga con el programa oficial del mismo. Envié un mensaje de texto notificándole el hallazgo, luego me dediqué a las fotos, casi todas de mi niñez y adolescencia y algunas antiguas de familia, entre ellas una de Tío Oscar y de allí en más todo fue precuelas.

Hace años dejé de creer en casualidades, pero en la última semana he pensado en reconsiderar este credo. Porque el día que me encontré con A. G., acababa de publicar una nota: Precuelas y secuelas. Digeridas ꟷa mediasꟷ las remembranzas que despertó nuestra charla y el posterior hallazgo de la información, el inesperado sobre con fotos me hizo transitar impensadas precuelas, que se han ido encadenado desde que tenía seis o siete años.

Tío Oscar, era el menor de los tres hermanos de mi madre. Vivía en Santiago de Chile en casa de mi abuela Emperatriz junto a dos hermanos, todavía solteros: Tío Nene, el mayor, y Tía Moty. Fui el primer sobrino y nieto de la familia por lo que era el mimado del otro lado de la cordillera y, en los viajes a Santiago, quedaba al cuidado de Tío Oscar durante salidas semanales, sábados y domingo con toda la familia; menos mi padre que permanecía en Mendoza por razones de trabajo. Tío Oscar era maestro de un colegio en el turno mañana y tenía el resto del día libre. Con él fui Jim Hawkins de Treasure Island; él, Long John Silver. No era un pirata, pero se las traía. Él, Tío Nene y Tío Mario, por aquel entonces novio de Tía Moty, me enseñaron a jugar al poker, por dinero “el poker es cosa seria”, pontificaba Tío Long John Oscar.

Tío Oscar no formó parte de la tripulación del pirata Capitán Flint; pero tuvo su equivalente: fue seminarista y estudió en Córdoba, de este lado de la cordillera; ya ordenado, de regreso a Chile, fue enviado a terminar sus estudios en Talca. Allí lo visitamos con mi madre y Tía Moty; del sobre rescaté una foto suya: un primer plano de sotana con antojos sin armazón ꟷescribo estas líneas y caigo en cuenta del origen de mi preferencia, desde siempre, por ese tipo de anteojosꟷ. En el próximo viaje ya vivía en Santiago, en casa de la abuela Emperatriz, y era maestro de escuela primaria. Años después me enteré que se había enredado con una viuda, muy beata ella; en la orden lo sorprendieron y no sólo lo expulsaron sino que le quitaron la ropa y lo dejaron encarcelado en un cuarto del convento, descalzo y sólo con camisón. Tío Nene viajó con ropa para traerlo de vuelta a la casa de la abuela. Fue una suerte para Tío Oscar: el capitán Flint lo hubiera hecho caminar por el tablón; también, para monaguillos y niños de la parroquia, una suerte que a él le gustaran las viudas. De haber sido pedófilo habría continuado su carrera eclesiástica.

El primer día que me llevó al colegio donde era maestro, en el recreo vi como los chicos jugaban batallas con espadas de madera y tapas de tarros de basura como escudo, experiencia en la que inicié a mis amiguitos al regreso a Mendoza. A la salida fuimos a comer panchos, de aquel lado les llamaban hot dogs, con palta pisada y tomate picado, como a mí me gustaban, luego un helado. De regreso sentimos una serie de aullidos seguidos de un disparo, “han atropellado un perro vamos a ver”. Nos acercamos y él me subió sobre los hombros para que no perdiera detalle: habían subido al perro a la vereda y acomodado sobre el cantero de un árbol. Un carabinero le disparó con su revólver, el perro seguía aullando, luego del segundo disparo salió de su hocico una burbuja de sangre y ladeó la cabeza. “No cuentes a nadie de esto en casa”.

Al año siguiente Tío Oscar no estaba en casa de la abuela Emperatriz. Se había ido a vivir con una viuda. Me fue a buscar en varias oportunidades para llevarme a su nuevo hogar y conocer a Gladys y la familia. De todos modos seguí siendo el mimado de los cuatro en la casa. Tío Nene se había llevado a vivir con él a Violeta, la recuerdo tan bella como cariñosa y atenta con mi abuela y conmigo; usaba arracadas y una esclava en el tobillo. Años después me enteré que Violeta había trabajado en un prostíbulo y que Tío Nene se la llevó vivir con él.





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