Arquímedes y calados narrativos

Ví por televisión la reprise de un famoso programa de preguntas y respuestas, de esos con premios millonarios, comodines y posibilidades de, en cierto nivel de la competencia, duplicar la apuesta. Me encanta verlos, siempre tuve la fantasía de participar en uno porque, visto desde un sillón en casa, salgo bastante bien parado… Salvo en dos ítems donde mi ignorancia es enciclopédica: deportes en general y fútbol en particular. Venía bien con las respuestas hasta una pregunta: ¿Qué es el Disco Plimsoll?, y tres opciones para responderla, opté por un tipo de disco de una rastra de discos. Jab de derecha y knock out a mi ego, es una marca en los costados de los barcos que marca la línea de francobordo.

Y fue un knock out porque me jacto de saber bastante de barcos, hice un viaje de Buenos Aires a Bahía en la última travesía del Gulielmo Marconi, un trasatlántico du temps jadis, no las infamias contemporáneas semejantes a portadores de contenedores donde la mercadería son los turistas.

En mis años de residencia en Río de Janeiro tuve un amigo dueño de un velero, lo acompañaba a navegar, hicimos una travesía hasta Angra dos Reis, e incluso llegué a timonear; he navegado por el estrecho de Bósforo desde Estambul hasta el Mar Negro, por el Mississippi, el Danubio, crucé el estrecho de Mesina ─albergue de Escila y Caribdis que aterraron las tripulaciones de Ulises y Eneas─. Estoy seguro de que narrativa y navegación vienen de la mano; pocos lugares tan aptos como la vida a bordo para atmósferas narrativas, Jasón, Ulises, el Capitán Nemo y el Nautilus, el capitán Ahab y el Pequod, Long John Silver y la Hispaniola, El corazón de las tinieblas. Existen embarcaciones desde los tiempos más remotos y en todas las culturas y, con ellas historias y narraciones; pero nadie dio una explicación de por qué flotaban, o se hundían. Hasta Arquímedes.

La historia es simple, en el siglo III a.C. el rey Hierón de Siracusa quiso saber si la corona que había encargado a un orfebre era de oro puro y le encargó a Arquímedes que buscara un método para averiguarlo. Un día, el sabio, sin encontrar una respuesta, resolvió tomar un baño de inmersión, por primera vez se percató que el agua de la tina rebasaba cuando él se sumergía, el volumen de su cuerpo había desplazado una cantidad semejante de líquido; hizo cálculos mentales y dio con la solución. Pesó la corona y la sumergió en agua, midió el volumen líquido que rebalsaba; repitió la experiencia con la misma cantidad de oro puro, el volumen de agua desplazado era menor; el oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero. El rey ordenó ahorcar, o degollar, o quemar, o desollar, o empalar al orfebre. A partir de esta experiencia es que se enuncia el llamado Principio de Arquímedes: “un cuerpo total o parcialmente sumergido en un líquido experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado”; si el empuje es mayor que el peso del líquido desalojado un barco flota; si es menor no. Cuando estudiaba ingeniería, y fumaba, jugábamos con este principio, el papel de aluminio que envuelve los cigarrillos flotaba si con él hacíamos un barco de papel o una pequeña batea, si lo arrugábamos en forma de un bollo, se hundía.

Pienso en la lectura de cuentos o novelas, equivale a navegar dentro del relato, entonces éste es el barco. Hay ficciones que se hunden y otras que flotan. Y esto tiene que ver con el Disco de Plimsoll.

En los cascos de los barcos hay una serie de símbolos que nos cuentan su anatomía y personalidad. A proa y a popa, una escala vertical nos señala la línea de flotación, cuando el barco está cargado o sin carga ─desde la época de los fenicios no ha variado esta señalización, para indicar si una nave está llena o vacía─. En el medio, donde el casco tiene puertas para permitir el acceso de pasajeros, hay una inscripción: “No Tug”, es un lugar débil de su estructura y un remolcador (Tug) no debe empujar allí. Cerca de la proa, una escala vertical, parte de ella sumergida debajo de la línea de flotación, con un círculo con el diámetro horizontal resaltado, con señales que indican agua dulce o salada, temperatura invernal o estival, es el ─para mi ignorado hasta que vi el programa de preguntas y respuestas─ Disco de Plimsoll, que marca la línea de francobordo, o reserva de flotación, en otras palabras, hasta donde se puede sobrecargar un barco sin temor a que, ante cualquier tormenta u oleaje fuerte, se hunda.

Si el relato es un barco, los hay que flotan y navegan bien, otros que ante el primer toque en No Tug, hacen agua, escoran y se hunden, y otros que zozobran en el medio de la lectura; en este último caso el autor no calculó las variables del Disco de Plimsoll de un lector y éste se duerme o deja de leer. La pericia, ya que no del piloto, del escritor se hace sentir en como tenga presente al Disco de Plimsoll y no pasar de la línea de calado o de francobordo. En narrativa esta diferencia aparece claramente con dos géneros: novela y cuento.

El cuento es un estilo sobrio y conciso, que requiere de la brevedad de expresión y la concisión. Ya el novelista tiene otras posibilidades de crear historias dentro de su obra, hasta el punto tal que una novela puede tener segundas partes ─Hemingway decía que la única manera de ponerle punto final a una novela era matando al autor─. Y la diferencia en el manejo virtuoso de estos límites de sobrecarga de un relato en prosa es tan riguroso que muy pocos escritores han podido superarlos sin naufragar: ni Bret Harte, ni Maupassant, ni Chejov, ni Kipling, ni Fogwill han expresado más en la media tinta de sus novelas que el aguafuerte de sus cuentos; por otra parte: ni Dostoievski, ni Conrad, Ni Tolstoi, ni Zola, han descollado en el cuento.

Hay calados y calados, al fin, los hay que se han movido con igual soltura en los dos géneros y sabido bien como singlar leyendo su Disco de Plimsoll: Machado de Assis, Hemingway, Haroldo Conti, James Joyce, Julian Barnes. De cualquier manera, tratándose de singladuras y escrituras, bien vale la reflexión de la jerónima que, desde el encierro de su claustro navegó por el universo literario y filosófico de su época: “Si los riesgos del mar considerara / ninguno se embarcara, si antes viera / bien su peligro, nadie se atreviera, / ni al bravo toro osado provocara.”

 





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