Funcionalidad, forma, contenido

Avanzado en de War How Conflict Shaped Us, de Margaret McMillan, me acicateó releer a Sung Tzu, libro que transité hace eones y, al buscarlo en la biblioteca, enfrenté una breve angustia y dos prometedoras alegrías. Porque me quedé con las tapas en la mano y, al ser un libro de hojas coladas y no cuadernillos, fue como tomar un mazo de baraja. Mientras indagaba por internet en busca de probables ofertas de nuevas ediciones resolví coserlo y volver a pegarle las tapas, me sobrevivirá; fue la primera alegría.

Las razones por la que decidí ponerlo en uso fueron: la variante en el título ─mi edición de Editorial Ciencia Nueva (1973) es Los trece principios del buen guerrear, todas las versiones que encontré hablan de El arte de la guerra─, el formato en octavo mayor, apto para leerlo acostado, y los subrayados y anotaciones; los dos últimos se podían solucionar si compraba un ejemplar nuevo, era sólo copiarlos. Pero, como cada vez que resuelvo restaurar un libro destartalado, me hizo ver que, deshacerme de él, era como desprenderme de parte de mi vida, hojearlo me hizo recordar el momento en que lo empecé, un 18 de junio, junto con otras lecturas de ese período que, notas mediante, dialogaban con él.

Los postulados de Marie Kondo ─sólo conocerla por referencias periodísticas aguijonea mis más deleznables prejuicios─ no entran en mi cosmos existencial; deshacerme de alguna cosa, incluso aquellas a los que apenas he prestado atención durante años es deshacerme de una parte de mi vida. Algo que me da enorme satisfacción es descubrir algún objeto olvidado que se ha remozado y vuelto de uso cotidiano. Por otra parte conservarlos sin darle uso implica enfrentar callados reproches cada vez que abro armarios y cajones. Es lo que me pasó a partir del 2020 cuando careaba pantalones, chaquetas, camisas, gemelos y corbatas que, clausura y cese de actividades presenciales impuestas, había condenado a la obsolescencia.

Este año, con la reapertura de la Feria del Libro, como miembro de la Comisión de Cultura, volví a la actividad social regular. Dos sorpresas: en los encuentros de trabajo y la inauguración, salvo algunas autoridades, escasos presentes y yo, camisas y corbatas brillaron por su ausencia; la luz del entendimiento me hace postergar el vestuario del escritor que realizó el baldío discurso de apertura. Otro tanto pasó con la cámara, sólo fotógrafos y camarógrafos, la mía se veía tan fuera de lugar como un frasco de chimichurri en un almuerzo de vegetarianos.

Objetos de uso cotidiano y atuendos son alusiones directas al transcurrir de nuestra vida, nos definen, indican quienes somos, o no. Los diseñadores de ropa y objetos de uso cotidiano ofician de sacerdotes que, además de resolver problemas estructurales y funcionales, son responsables de que objetos, marcas y diseños ─auténticos o ersatz, la película La casa Gucci de Ridley Scott, basada en el libro de la investigadora Sara Gay Forden, muestra como es la misma firma quien, de alguna manera, supervisa el mercado de falsificaciones a bajo precio para garantizar su “autenticidad”─ nos narren como si fuéramos una historia. Lujo o su imitación, nos identifican. No es lo mismo un buen par de anteojos de sol que los que usa alguna o algún influencer o deportista, tampoco un buen celular que uno con el logo de la manzana, con la huella de un mordisco. De la misma manera Los trece principios del buen guerrear, es un libro con pedigree, como si fuera un reloj de alta gama, y uno de mis lujos; en su caso por el delicioso diseño de la tapa que opaca todas las versiones que encontré por internet; el hábito hacen al monje y al neurocirujano.

En una primera apreciación, el lujo es el placer compartido de apreciar cosas materiales hechas con arte y virtuosismo; una manera de compartir entre el creador y el propietario, muchas veces relacionado con objetos de uso cotidiano; ya en la sociedad de consumo, cuya fuerza vital es la cultura de la publicidad, la idea de lujo demanda que nuestros semejantes tengan idea del elevado costo que, en muchos casos, se sobrepone a la belleza, a veces cursilería químicamente pura.

La escasez o necesidad de cosas sencillas puede dar otra dimensión al sentido del lujo, ahora identificado con abundancia y disponibilidad; de esto saben, quienes carecen de servicios, luz o agua; un sistema de abastecimiento eléctrico y de agua potable pasan a ser una manifestación de riqueza y bienestar inconcebible. Otro tanto pasó en la pandemia con el celular; infinidad de estudiantes de bajos recursos, sin internet o computadoras, vieron que disponer de uno de ellos era un lujo imprescindible.

Los celulares ocupan un lugar omnipresente en nuestra vida cotidiana, herramientas imprescindibles de la vida moderna, y si bien sus formatos son parecidos, algunos suman el lujo de exhibir determinados logos que certifican su rol de suntuario. El celular va añadiendo funciones, en proceso de cambio y de manera promiscua: teléfono convencional, sistema de mensaje de texto, reloj pulsera, despertador, cronómetro, cámara fotográfica y filmadora, radio, agenda, grabador, permite realizar transferencias de dinero y transacciones financieras. Pero además abre un abanico de funciones impensadas: desde un sistema para seguir los pasos de alguien sin ser detectado a detonador a distancia para artefactos explosivos.

El diseño de tapa de mi edición de Los trece principios del buen guerrear, fue otro lujo que me llevó a conservarlo: fondo amarillo patito, el contraste de la tipografía Intestate del título y, en el tercio inferior, la ilustración de guerreros chinos combatiendo con inscripciones en el mismo idioma ─sin duda de alguna vieja ilustración─; todo menos el fondo en color negro, como de tinta china.

Porque el sentido del gusto, ligado a la presentación, condiciona nuestras papilas, ojos y oídos. A nadie se le ocurriría usar el sacacorchos de una cortaplumas Victorinox para abrir una botella de vino fino, o beber un Pure Malt de 18 años en una botella de Coca Cola, o un buen champán extra brut frío en una taza de café con leche, tampoco hacerlo transpirados luego de una sesión de gimnasia. El sentido del gusto determina nuestra respuesta y percepción entre contenido y forma.

 





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