Un óculo en la falange distal

Dos semanas atrás tuve una caída en una vereda. Aterricé con la cara, feo golpe con el frontal derecho y el pómulo del mismo lado. Mientras me ayudaban a incorporarme, atontado por el impacto, lo primero que pensé fue que me había roto los dientes. Tengo cabeza dura y afortunados dientes. Me repuse y volví a casa con un fuerte dolor en la punta del dedo corazón de la mano izquierda.

El dolor persistía y dos días después vi al traumatólogo que me atiende de un esguince en el hombro; me revisó, era un problema de distensión del tendón pero, por las dudas, me hizo sacar una insólita radiografía frente y perfil del dedo. Placa en mano confirmó el diagnóstico, proteger la articulación con una curita; el dolor se iría en un par de semanas y solo tendría problemas para dactilografiar. Intrigado, me mostró la placa, señaló la punta de la falange y me regaló dos palabras porque, como buen colombiano, es dueño de todos vocablos de nuestro idioma. El primero, falange distal o punta del dedo.

El segundo, una revelación; fue, nítida: una mancha redonda, justo debajo de la uña, que se veía negra y contrastaba con el blanco del hueso, “un óculo es extraño, ¿tuvo algún accidente previo en ese dedo?”, dijo. Le respondí que no recordaba y pregunté qué era esa palabra: “un pequeño agujero”.

En casa, la RAE fue más explícita e inspiradora: “Del lat. oculus: ´ojo´: En arquitectura, ventana pequeña redonda u ovalada”.

Traté de recordar la historia traumática del dedo; di vuelta la mano y vi el pulpejo de la falange distal; una olvidada y borrosa cicatriz me llevó en el tiempo: Mendoza, mediados de la primaria, como mis amigos, ya veterano ciclista, aceito el piñón de la cadena y me atrapo el dedo. Mi madre me libera de la trampa dentada, ignora mis alaridos, acomoda parte del pulpejo destripado, con el cabo de la aguja de crochet que estaba usando. Lo desengrasó con Espadol, lo vendó y me llevó a la farmacia. Este recuerdo hizo aflorar otros óculos, ahora literarios.

El primero, iluminado por la novela inédita de mi amigo Jaime Correas, un personaje real, Phineas Gage, quien, preparando un barreno en una cantera, provocó una explosión prematura, la broca saltó del agujero, le entró por el lado izquierdo de la cara, pasó por debajo del ojo y salió por la parte superior de la cabeza. No obstante, sobrevivió y, con trastornos de conducta, sobre todo en percepciones temporales del pasado, llevó una vida normal.

El segundo óculo, ahora literario, es el del oficial SS Maximilian Awe, protagonista de Las benévolas de Johatan Littell. Herido en la cabeza durante el sitio de Stalingrado, Maximilian es evacuado, luego de una larga convalecencia, se recupera y reflexiona sobre su proustiano tiempo recuperado.

Al mirar la cicatriz en el pulpejo y evocar la radiografía con imagen oculta del óculo, como a Max Awe, acudieron una parva de recuerdos. La casa donde vivíamos, Bandera de los Andes 2447, cuadra infinita a mitad de camino entre Cañadita Alegre y Sarmiento que por aquellos años llamábamos Los Corredores. En Cañadita Alegre era un paseo frecuente visitar la casa del compositor Hilario Cuadros, ya fallecido. Creo recordar dos o tres ancianas; se decía que eran sus hermanas, vestidas de negro, sentadas en sillas de totora al lado de un brasero. La asociación de ideas no es casual, porque las letras de dos de la piezas icónicas de Hilario Cuadros eran conocidas de memoria por casi todos: las cuecas Los sesenta granaderos y Cochero ´e plaza.

Cuando despertó de su coma, Max Awe vio que su oculto óculo capital lo llevó a recuperar su pasado olvidado, y a partir de eso organizar su presente, ahora con otros valores y ritmos.

De la misma manera, mi oculto óculo digital me llevó a organizar el mío. Porque parte de la letra de Cochero ´e plaza cuenta la historia de un pasajero que le pide al auriga que lo lleve a casa de su comadre Paulina, “que vive en la vereda alta”, donde se celebrará una fiesta y los manjares que los esperan, sabores que procuro cuando vuelvo a la provincia: Allí le iremos pegando a la cazuela, empanadas / Tortitas con chicharrones y aceitunitas sajadas / A los huesitos picantes al vinito y la pichanga. Uno me lleva al otro lado de la cordillera, Chile, patria de la pichanga, afincada en la Mendoza de mi infancia por los años del accidente con el piñón de bicicleta.

En Santiago, el tío Nene, era fanático de las pichangas a las que agregaba ají verde picante cortado en finas tiras, condimento caro a los chilenos, no utilizado del otro lado de Los Andes. Como la feijoada brasileña en sus orígenes, la pichanga fue comida de gente de bajos recursos; en este caso, creación de los almaceneros para aprovechar los restos de fiambres que, por su tamaño, no podían ser vendidos por rebanadas. Restos a los que le añadían queso, aceitunas y encurtidos para luego vender al peso. La pichanga hoy sería la picada o ingredientes que suelen acompañar a un vermut o cerveza. Pero no es lo mismo.

Porque la pichanga es un plato en base a restos que, armonizados, forman, otra cosa, con otros valores y ritmos. Como la literatura o la música. Como los viajes del marino Rimsky Kórsakof que aunaron sus experiencias en el clíper Almaz en Europa en composiciones musicales.

Interrumpí lo que estaba escribiendo, escuché y vi por YouTube Capricho español donde Rimsky Kórsakof reunió todas sus vivencias sonoras recogidas en su escala en la península, desde el Cantábrico al Mediterráneo. El comienzo de violines, lanzando uno de los temas principales en un solo de clarinete, luego retomado por oboes y fagot para concluir en una pichanga auditiva que no es música de España, sino música rusa sobre un tema español.

Como estos recuerdos cifrados en mi oculto óculo digital en estas líneas; aderezados, no con finas tiras de ají verde picante, sino por un solo de clarinete.

 

 





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