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Un inodoro de oro
por Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Una vez convencidos de que el nuevo continente no era Asia, pero abundoso en oro, los conquistadores españoles y portugueses se lanzaron a una obsesiva búsqueda del codiciado bien. Parte de la toponimia del Nuevo Continente, real o imaginaria, le debe su nombre al elemento número 78 de la Tabla de Mendeleiev. Desde Ouro Preto en Brasil a las imaginarias geografías de El Dorado, en el Virreinato de Nueva Granada, y la austral Ciudad de los Césares. De esta fiebre por el oro y su viaje al viejo mundo da cuenta Góngora en una letrilla satírica: "Nace en las Indias honrado, / Donde el Mundo le acompaña; / Viene a morir en España, / Y es en Génova enterrado". El oro, fue uno de los cebos que azuzaron a los piratas que, con su accionar, poblaron, además de masacres y saqueos reales, miríadas de novelas, para llegar a su clímax en La isla del tesoro.

Mucho antes, ya en la mitología griega, el oro es un motivador de historias. Una de las más conocidas fue registrada por Ovidio cuando relata del rey Midas, quien, a cambio del favor prestado a Baco, recibió de éste satisfacerle un deseo.  Midas le pidió un don, todo lo que tocase se transformara en oro, de inmediato, no pudo comer ni beber, todo lo que se quería llevar a la boca se transformaba en el elemento 78 de la Tabla de Mendeleiev. Midas arrepentido, rogó a Baco volver a su estado anterior, aclara Ovidio: "Pero permaneció su tosco carácter y, como antes, de nuevo el fondo de su necio espíritu habría de perjudicar a su dueño".

Otra famosa búsqueda de oro nos remite a uno de los viajes más largos de la antigüedad clásica, El viaje de Jasón y los argonautas, el motivo: la búsqueda del vellocino de oro. El vellocino de oro sobrevive hasta hoy en la condecoración El Toisón de Oro, creada en el siglo XV; la próxima adjudicataria será la hija mayor de Felipe y Letizia, la princesa Leonor, quien, con 12 años, por orden de su papá, la recibirá el 30 de enero de 2018.

Los Estados Unidos no escaparon a esta "carrera áurea" ahora bajo la forma de fiebre o corridas: la primera, en California, a mediados del siglo XIX; la otra en Klondike, en el territorio del Yukón, a finales del mismo siglo. Jack London ha dejado un testimonio literario de esta última fiebre en su novela Colmillo Blanco y una serie de memorables cuentos.

El país del norte también sucumbió a la presencia del oro en su moderna mitología. Thorstein Veblen habló del efecto colateral en los poseedores de la áurea droga -los drogadictos hablarían de "colocón"- en su libro Teoría de la clase ociosa, acabado estudio de la sociedad opulenta estadounidense. La obra, que cautivó a Borges, analiza, entre otras cosas, los hábitos de los ricos, como: la ostentación obscena de un consumo que se efectúa no sólo para la satisfacción personal sino para exhibir, de manera ostensible, que se es rico y se está al margen de actividades de trabajo productivo, consideradas mezquinas e indignas.

Dentro de estas formas de gasto conspicuo figuraría, por ejemplo, tener la grifería del baño, pomos de las puertas y las hebillas de los cinturones de seguridad bañados en oro 24 quilates. Así lo dispuso el que fue, en 2016, candidato a presidente de los Estados Unidos en su avión privado, el Trump Force One. Estas noticias fueron divulgadas en vísperas de su campaña e inclusive se pueden encontrar videos del interior del avión en internet. El entonces candidato quería ser émulo de Midas y no había tenido reparo, a la hora de llamar a su peluquero, para que le dorara las parcas guedejas y las distribuyera por el epicráneo para disimular la incipiente calvicie.

Sabemos los valores que adjudica el oro, vuelvo a "Poderoso caballero es don Dinero" por aquello de: "Y pues quien le trae al lado / Es hermoso, aunque sea fiero, / Poderoso Caballero / Es don Dinero" o "Pero pues da calidad / Al noble y al pordiosero, / Poderoso Caballero / Es don Dinero". Aunque a veces no es así, no da calidad, por lo menos a la hora de ser atendido por la curadora del Guggenheim Museum de Nueva York, que está en la misma vereda -varias cuadras más hacia el norte- de la torre del actual presidente de los Estados Unidos.

La noticia fue el "colocón" de la penúltima semana de enero 2018 en todos los diarios del mundo. Dicen las crónicas que, siguiendo la tradición de algunos matrimonios presidenciales estadounidenses a la hora de decorar las habitaciones privadas de la Casa Blanca -entre otros: los Kennedy tuvieron un Delacroix; mucho antes, Theorodore Roosevelt optó por John Singer Sargent; muchos años después, los Obama por Mark Rothko y Jasper Johns-, el actual matrimonio presidencial solicitó en préstamo Paisaje con nieve de Vincent Van Gogh al Guggenheim Museum. La respuesta vía e-mail de la curadora, Nancy Spector, fue un no, pero ofreció, a cambio, otra obra de su acervo; la escultura de oro América, del artista italiano Maurizzio Cattelan.

América es un inodoro de oro 18 kilates -macizo- que cumple sus funciones a la perfección y que estuvo en uso y a disposición del público en un baño mixto del museo como parte de una exposición. América, además de seguir con la tradición del mingitorio de Duchamp es, en la declaración de su autor, un manifiesto en contra de la clase ociosa y obscenamente rica, ya retratada en el ensayo de Veblen.

La otra leyenda de Midas cuenta que fue jurado en un certamen donde participaron Pan y Apolo. Midas dio el premio a Pan; Apolo, indignado por la decisión que revelaba su falta de aptitud como juez, le hizo crecer orejas de burro. Midas las escondía debajo de su tiara y ocultó a todos el secreto, menos a su peluquero a quien amenazó de muerte si lo revelaba. El fígaro agobiado por la confesión, hizo un agujero en la tierra y, tras confiarle el secreto, lo volvió a cerrar. Pero unas cañas que estaban cerca, se encargaron de revelar, cada vez que las movía el viento, lo que Midas ocultaba con tanto esmero.

Veo en la web múltiples fotos del presidente de los Estados Unidos, en todas, los extremos de sus desmesuradas orejas están ocultos por guedejas teñidas color oro. No son necesarios el viento y cañas para revelar el secreto, basta la copia del e-mail que envió Nancy Spector y que luego reenvió al Washington Post; y de allí, urbi et orbi. Los vientos de la web -ya que no las eólicas cañas de Ovidio- también divulgan noticias que se pretenden ocultar.

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