Escritor argentino

 
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De El Golem a Blade Runner 4
Danilo Albero Vergara, escritor argentino
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A lo largo de las notas anteriores -De El Golem a Blade Runner 1 De El Golem a Blade Runner 2 y De El Golem a Blader Runner 3-, se hace inevitable que las historias -en el fondo siempre la misma- vayan y vengan como la lanzadera del telar de Penélope. Relatos contemporáneos resultan choznos -en quinta o sexta generación de choznos- de narraciones arcaicas, remozadas, reactualizadas y reescritas en contextos diferentes; siempre remiten a un origen: emular a Dios en el acto de creación, el uróboros se muerde la cola con el borgeano leitmotif "Sediento de saber lo que Dios sabe". Y esta búsqueda también incluye a pintores, porque a propósito de criaturas mecánicas, en 1922, Paul Klee, siguiendo una idea recurrente en su estética: combinar lo mecánico con lo biológico; pinta un cuadro muy a propósito: una acuarela y tinta sobre cartón, Twittering Machine (En original alemán, Die Zwitscher-Maschine, La máquina gorjeadora), pájaros apoyados en un alambre y conectados a una manivela. Esta pintura inspiró al compositor Harrison Birtwistle quien hizo la trasposición del mismo en dos piezas musicales: Silbury Air y Canción perpetua de la Arcadia Mecánica.

Tenemos así otro rasgo común -aunque no el único- en la creación de androides y humanoides: lograr -o defender- una Arcadia en la tierra, por lo menos para su creador, aunque para el resto de la humanidad sea el Hades; es sabido: el paraíso de los sapos es el infierno para moscas y mosquitos. Aunque estas mezclas de ciencia y tecnología, por lo menos en la ficción, no siempre maridan bien. A veces, ya que no Medea ayudando a Jasón, la naturaleza ayuda para librarnos de estas vidas artificialmente creadas; como ocurrió en la noche del 19 de agosto de 1928, cuando una feroz helada que llegó a los dieciocho grados bajo cero salvó a Rusia primero y a Europa después de ser poblada por monstruos, y no capitalistas. El encargado de documentar esta historia fue el novelista Mijail Bulgákov, quien en 1926 publicó Los huevos fatales, una novela que Michael Crichton debe haber tenido como libro de cabecera.

En el Moscú de los primeros años de la revolución rusa, Vladímir Ipátievich Persikov un científico especializado en ofidios, batracios y aves, descubre, investigando un cultivo de amebas, en la platina de su microscopio, un diminuto y misterioso rayo rojo que altera a estos microorganismos cuando se cruzan en su trayectoria. Las amebas mutantes revelan un tamaño descomunal respecto a sus semejantes,  que además viene acompañado de una extraordinaria agresividad y capacidad reproductiva. Con la colaboración de su ayudante de laboratorio logra reproducir este rayo e irradiar huevos de rana. Las resultantes "criaturitas de Dios", como diría Mendieta, el perro de Inodoro Pereyra, además de triplicar su tamaño, resultan ser una especie homicida que devora al resto de los animales del laboratorio. Dominada y exterminada esta plaga, el profesor ordena importar cantidad de huevos de anaconda, cocodrilo, serpientes venenosas y avestruz para continuar sus experimentos.

En esta parte de la novela, una plaga mata a casi todas las gallinas ponedoras de la Unión Soviética, el partido y la prensa no dudan de un sabotaje capitalista. Aquí entra a tallar Alexander Semiónovich Fatálov, concertista de flauta devenido -revolución de Octubre mediante- en superfuncionario de pistola al cinto, tal como en la novela Doctor Zhivago, cuando Pasha Antipov metamorfosea en el sanguinario Pável Antipov Strélnikov -"al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías" leemos en "La trama"-. Credenciales, papeles sellados y pistola al cinto mediante, Alexander Semiónovich Fatálov secuestra el rayo rojo y, previo ordenar enormes partidas de huevos de gallinas ponedoras al mundo capitalista, se refugia en la Rusia profunda.

Los huevos irradiados con el rayo rojo empollan, pero las crías desaparecen y se pone otra tanda a incubar bajo estricta vigilancia. Una mañana Alexander Semiónovich Fatálov va con Mania, su esposa, a nadar en una laguna anexa a la granja avícola. Algo anormal y tosco hubo en el Golem; de improviso, una monstruosa serpiente de cascabel de tres cabezas surge del bosque y se manduca a Mania. En bref, y como es de esperar en un thriller avant la lettre que se precie, una plaga de mutantes y descomunales serpientes, cocodrilos y avestruces se reproducen como conejos y no tienen empacho en atreverse -y, de paso, cargarse- contra trenes blindados y aviones militares. En ese momento, el profesor Vladímir Ipátievich Persikov recibe su partida de huevos en su laboratorio de Moscú, pero... eran de gallina y él había pedido de: anaconda, cocodrilo, serpientes venenosas y avestruz para continuar sus experimentos. Lo que se llama un error de burócratas. Cuando la plaga parecía imparable y, muy a su pesar, las autoridades de la Unión Soviética están por pedir ayuda al mauvais côté de la barrière, es decir a los capitalistas, sobrevino esta helada que mató a todos los monstruos y los embriones que estaban en los huevos. No queda claro en esta novela, quien es el verdadero monstruo, si los huevos fatales o el ex flautista -ya que no de Hamelin, valga la aliteración, del Kremlin.

Este capítulo final, al que Mijail Bulgákov titula "El frío, deux ex machina", es decir el recurso teatral que, desde la antigüedad viene a desfacer entuertos, una divinidad que, mediante un mecanismo, descendía al escenario para resolver situaciones complicadas o trágicas. Y ese fue el rol que cumplió Medea, hechicera y amante de Jasón.

En El viaje de los argonautas, escrito por Apolonio de Rodas en el siglo III a. de C. -relato cuatro siglos posterior a La Ilíada y Odisea, pero cronológicamente anterior a la primera-, Jasón con sus compañeros debe viajar a la Cólquide en búsqueda del vellocino de oro para recuperar su reino. Una vez en la Cólquide, Eetes, el rey accede a darle el preciado trofeo a cambio de tres pruebas: uncir a un arado dos toros demoníacos; a continuación sembrar unos dientes de dragón; por último vencer a la serpiente insomne que custodiaba el vellocino de oro. Con la ayuda de Medea y sus pociones y conjuros mágicos, Jasón pasa las tres pruebas. El problema se le volvió peliagudo en la segunda. De resultas de la siembra de los dientes de dragón surgen de la tierra unos monstruosos humanoides de piedra, los hombres terrígenos, destruidos por Jasón.

Deberán pasar cinco siglos para que la narrativa retomara la creación de una criatura obediente a los mandatos de su amo, ahora un hechicero de pelo en pecho: El aficionado a la mentira o El incrédulo de Luciano de Samosata. Este relato, hasta el día de hoy, marcará tendencia, de El Golem a Blade Runner.

(Continuará)

 

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