Escritor argentino

 
Home 8/2/2016
Palabras 2
Por Danilo Albero Vergara.
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 Hay tres tipos de negocios que gusto frecuentar y husmear, aunque no siempre compre: ferreterías -también a Horacio Quiroga le gustaba visitar ferreterías-, papelerías y armerías. Recuerdo algunas ciudades con papelerías entrañables: de Nueva York tengo presente una, de cuyo nombre no puedo acordarme, que estaba en Broadway a un par de cuadras del Metropolitan Opera House, creo que entre las calles 67 y 68. He olvidado su nombre porque allí descubrí algo que ya no existe, un papel carta para correo aéreo -air mail- que se llamaba onion skin -piel de cebolla-, una suerte papel de seda de 34 gramos, transparencia lechosa mate y texturado, como si fuera un piqué de algodón -de hecho, veo en la etiqueta del último block que me queda que ese papel tiene 25 por ciento de algodón-. La última vez que pasé por esa papelería me enteré que el onion skin no se hace más -el e-mail mató al air mail-, sólo me quedan unas 70 hojas que uso para esquelas muy especiales. Supongo que la denominación onion skin desaparecerá como palabra para designar ese tipo de papel. De una coqueta papelería de Nueva Orleans volví cargado de cartuchos y frascos de tinta marrón, difíciles de hallar -pero ya aprendí a hacer mi propia tinta marrón, un problema menos- y de allí también traje una palabra blotting paper.

Otra ciudad donde me encanta frecuentar papelerías es México, hace unos años vivimos varios meses en Coyoacán y descubrí algunas fascinantes, en una de ellas compré una resma de 100 hojas de papel tamaño carta, libre de ácido y con una característica seductora: 25 blancas, 25 violeta, 25 color melón y 25 celestes; no la necesitaba, pero es un objeto bello. De aquella estadía también traje palabras, entre otras: picoso -adjetivo usado para calificar condimentos de alta graduación en la Escala Scoville- y tlapalería, había una cerca de casa -allí compré un destornillador y cemento instantáneo para ajustar una bisagra, también una pinza plegable de usos múltiples que, desde entonces, nos acompaña en la valija-. Vuelvo A la resma de papeles que compré en Coyoacán; de nuevo en casa me dio pena usar las hojas por separado, así que las hice anillar con tapas negras, un bello cuaderno a la espera de su oportunidad. Esto no fue azar sino una consecuencia lógica, escribo la primera versión de cualquier texto a mano y uso estilográficas cargadas con cinco colores distintos, negro, azul, verde, rojo y marrón -escribo con color y corrijo con otro-. Un día abrí el cuaderno sin uso y me encontré con una hoja blanca en blanco, recordé las circunstancias y anoté con tinta verde "tlapalería = en México ferretería." A partir de ese momento, seguí anotando, sin orden ninguno, las palabras o expresiones nuevas que iba descubriendo y me llamaban la atención. En el idioma en que me pillan, poniendo entre paréntesis el libro o el diario de papel o de internet donde nos cruzamos. He agotado las hojas blancas y violetas, ya voy por la mitad de las verdes; en un próximo viaje a México volveré a esa papelería de Coyoacán para buscar otra resma igual y preparar el segundo volumen. Mi criterio de anotación es cronológico y arbitrario, semanas sin apuntar nada y un día registro varias entradas. Sí he observado que, cuando escribo mis observaciones, difícilmente deje constancia de una sola palabra.

El día 11 de enero de 2016 leí en la sección cultural de un diario que en el Rijksmuseum de Holanda serán eliminados de los títulos de las obras de arte los términos "indio", "negro" "moro" o "enano", proyecto políticamente correcto que le cambiará el nombre a unas 300 obras. La nota me hizo registrar tres términos nuevo en mi cuaderno: etnónimo -nombre usado para denominar a un grupo étnico o raza-, autoetnónimo -nombre con el cual se bautiza a sí mismo un grupo étnico- y exónimo -nombre con el cual un grupo étnico designa a otro y que, muchas veces, es peyorativo, por ejemplo: bárbaro, vándalo, cretino, gitano, dago, judío, moro-. Interesante tema, imposible navegarlo sin encontrar algún escollo que nos haga naufragar por presunta portación de prejuicios; veré cómo lo sorteo ya que la luz del entendimiento me hace ser muy comedido.

A ver, cuando yo era chico en las películas del Far West, los buenos llamaban a los malos "nativos de las grandes praderas" pieles rojas, por su parte éstos llamaban a los buenos carapálidas. El autónimo de los gitanos es romaní, a su vez ellos llaman gadjos a los "otros"; para no ser menos, los vituperados dagos desprecian a los gringos; el autónimo pueblo elegido frecuenta el exónimo goi o goyim para los "otros" y los moros apodaron rumíes a los cristianos -supongo que también a judíos, budistas e hinduistas-. De donde, toda víctima de un exónimo tiene su autoetnónimo y también su discriminador exónimo.

De cuando en cuando hojeo mi cuaderno donde he ido anotando, aleatorias palabras nuevas que se han cruzado con la deriva de mis lecturas, en esas ocasiones, releo páginas al azar y trato de rescatar algún término o expresión e insertarla en algún escrito por hacer. En este momento le acabo de dar un título a este cuaderno: Diccionario Caótico, desordenado alfabéticamente.

De mis visitas e indagaciones por armerías no hablaré; algún autónimo pacifista me podría colgar el exónimo sambenito de belicista. Por eso, a los fines de estas líneas procuro en otra armería, la "Armería del Valor" de Gracián, y vengo con esta adquisición: "Estando ya sin virtud, el Valor, sin fuerzas, sin vigor, sin brío y a punto de expirar, dícese que acudieron allá todas las naciones, instándole hiciese testamento a su favor y le dejase sus bienes." Porque, sin duda, los prejuicios no son para nada recomendables, sobre todo el peor de los prejuicios. Y ese prejuicio es blasonar que no se tiene ningún prejuicio. Buena razón para releer Gracián.

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