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Diario de marear

Don Casmurro 5
Don Casmurro 5

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos primero, segundo, tercero, cuarto y quinto, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2 y Don Casmurro 3 y Don Casmurro 4; les anticipo el capítulo VI.

 

VI - Tío Cosme.

 

            Tío Cosme vivía con mi madre desde que ella enviudó. Entonces ya era viudo como la prima Justina, era la casa de los tres viudos.

            La fortuna cambia muchas veces los encartes que reparte la naturaleza. Formado para las serenas funciones del capitalismo, tío Cosme no se enriquecía en el foro, subsistía. Tenía su bufete en la antigua Rua das Violas, cerca del juzgado, que era el extinto Aljube[1] en la antigua prisión. Se dedicaba a lo penal. José Dias no se perdía las defensas orales de tío Cosme. Era quien le ponía y le quitaba la toga, con muchos elogios al final. En casa contaba los debates. Tío Cosme, por más modesto que quisiese ser, sonreía persuadido.

            Era gordo y pesado, tenía poco aliento y los ojos dormilones. Una de mis recordaciones más antiguas era verlo montar, todas las mañanas, la bestia que mi madre le regaló y que lo llevaba al despacho. El negro que la había ido a buscar a la caballeriza, sostenía el freno, mientras él alzaba el pie y lo posaba en el estribo; a esto le seguía un minuto de descanso o de reflexión. Después se daba un impulso, el primero, su cuerpo amenazaba con subir, pero no subía; segundo impulso, idéntico resultado. Finalmente, después de algunos largos instantes, tío Cosme reunía todas sus fuerzas físicas y morales, daba el último impulso desde el suelo y esa vez caía encima de la silla. Raramente la bestia podía disimular con un movimiento que acababa de caerle el mundo encima. Tío Cosme acomodaba sus carnes y el caballo partía al trote.

            Tampoco se me ha olvidado lo que él me hizo una tarde. Aunque nacido en el campo —desde donde vine con dos años—, y a pesar de las costumbres de la época, yo no sabía montar y les tenía miedo a los caballos. Tío Cosme me agarró y me montó encima del animal. Cuando me vi en lo alto —tenía nueve años—, solo y desamparado, el suelo allí abajo, empecé a gritar desesperadamente: “¡Mamá! ¡Mamá!” Ella acudió, pálida y trémula, pensó que me estaban matando, me apeó y me acarició, mientras su hermano le preguntaba:

  • Mana Gloria, ¿cómo es que semejante grandulón tiene miedo de un animal manso?
  • No está acostumbrado.
  • Pues debería acostumbrarse. Por más sacerdote que sea, aunque sea vicario en el campo, va a ser necesario que monte a caballo; y, aquí mismo, incluso no siendo cura, si quiere florearse, como los demás muchachos, y no sabe montar, se disgustará contigo, mana Gloria.
  • Que se disguste; me da miedo.
  • ¡Miedo! ¡Qué miedo!

            La verdad es que sólo pude aprender equitación más tarde, menos por gusto que por vergüenza de confesar que no sabía andar a caballo. “Ahora comenzará a cortejar en serio” —dijeron cuando comencé las clases. No se podría decir lo mismo de tío Cosme. En él era una vieja costumbre y una necesidad. Ya no estaba para enamoramientos. Cuentan que, de joven, tenía mucha aceptación entre las damas, además fue un político exaltado; pero los años le llevaron la mayor parte de su ardor político y sexual, y la obesidad acabó con el resto de sus ideas públicas y específicas. Ahora sólo cumplía con las obligaciones del oficio y sin amor. En las horas de descanso pasaba el tiempo mirando o jugando a las cartas. De vez en cuando contaba algunas picardías.

 



[1] Edificio construido en la primera mitad del siglo XVIII, como prisión de eclesiásticos que habían cometido delitos graves. A principios del siglo siguiente fue transformado en prisión común y, hacia 1840, juzgado.



 


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