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Diario de marear

El conventillo 2
El conventillo 2

Por si algún lector se entusiasmó con el fragmento del primer capítulo publicado en El conventillo 1, les adjunto la continuación.

 

 

            A partir de entonces, João Romão se convirtió en el cajero, el apoderado y el consejero de la crioula. Al cabo de poco tiempo, era él quien tomaba cuenta de todo lo que ella producía, y era también él quien hacía y deshacía con sus peculios, y el que se encargaba de enviar al amo los veinte mil réis mensuales. Luego le abrió una cuenta corriente, y la quitandeira, cuando necesitaba dinero para cualquier cosa, daba un salto hasta la venta y lo recibía de manos del ventero, de “Seu[1] João”, como ella le decía. Seu João le debitaba metódicamente esas pequeñas sumas en un cuadernito, en cuya tapa se leía, mal escrito y con letras recortadas de un diario: “Atibo y pasibo de Bertoleza.

            Y tal forma se fue ganando el tabernero la confianza en el espíritu de la mujer, que ésta terminó por no resolver nada por determinación propia, y aceptaba de él, ciegamente, toda y cualquier decisión. Finalmente, si alguien precisaba tratar con ella cualquier problema, ni se tomaba el trabajo de buscarla, sino que iba directamente a tratar con João Romão.

            Cuando se dieron cuenta, ya estaban amancebados.

            El le propuso vivir juntos y ella lo aceptó con los brazos abiertos, feliz de juntarse de nuevo con un portugués, porque, como toda cafuza[2], Bertoleza no quería juntarse con negros y procuraba, instintivamente, al hombre de una raza superior a la suya.

            Entonces, João Romão compró, con los ahorros de la amiga, algunos palmos de terreno del lado izquierdo de la venta y levantó una casita con dos puertas, dividida al medio, en forma paralela a la calle, la parte del frente destinada a la quitanda y la del fondo para un dormitorio, que se amobló con los cachivaches de Bertoleza. Había, además de la cama, una cómoda muy vieja de jacarandá con manijas de metal amarillo, ya oxidadas, un retablo lleno de santos y forrado de papel coloreado, un baúl grande de cuero crudo tachonado, dos banquitos de madera hechos de una sola pieza y un formidable perchero de pared, con su correspondiente cortina de retazos de percal.

            El ventero nunca había tenido tantos muebles.

            —Ahora ─le dijo a la crioula─ las cosas van a mejorar para ti. Vas a quedar libre, yo pondré lo que falta.

            En ese día salió mucho a la calle y, una semana después, apareció con una hoja de papel escrita, que leyó en voz alta a la compañera.

            —Ahora no tienes más amo ─declaró cuando terminó con la lectura, que ella escuchó con lágrimas de agradecimiento─. Ahora eres libre. De ahora en más todo lo que ganes es sólo tuyo y de tus hijos si los tuvieras. Se acabó el cautiverio de pagar veinte mil réis a ese ciego maldito.

            —¡Pobre! ¡Una se queja de llena! El, como mi amo, exigía su jornal, exigía lo que era suyo.

            —Suyo o no, se acabó. ¡Y vida nueva!

            Contra toda costumbre, ese día se destapó una botella de vino de Porto, y los dos bebieron para festejar el gran acontecimiento. Mientras tanto, la tal carta de libertad era obra del mismo João Romão y ni siquiera la estampilla, que él supuso debía aplicarse para dar mayor formalidad a la burla, significaba gasto ya que se aprovechó de un sello usado. El amo de Bertoleza ni siquiera tuvo conocimiento del hecho; lo que le constó fue que su esclava había huido para Bahía después de la muerte del amigo.

            —El ciego, que venga a buscarla si es capaz -desafiaba el ventero para sí-. ¡Que se atreva a venir y verá cuantos pares son tres botas!

            No obstante, sólo se quedó tranquilo tres meses después, cuando le constó que el viejo estaba muerto. Como es natural, la esclava pasó en herencia a alguno de los hijos del muerto, pero, de éstos nada había que temer, dos parranderos de marca mayor que, asegurada la legítima herencia, se ocuparon de cualquier cosa, menos de lanzarse tras la pista de una crioula que no veían hacía años. “¡Basta! ¡Es suficiente, no fue poco lo que le habían chupado durante tanto tiempo!”

            Bertoleza desempeñaba ahora, al lado de João Romão, el triple papel de cajero, criada y amante. Trabajaba sin descanso, pero con la cara alegre; a las cuatro de la madrugada ya estaba en la fajina de todos los días, preparando el café para los clientes y después preparando el almuerzo para los trabajadores de la cantera que había detrás de un gran pajonal en los fondos de la venta. Barría la casa, cocinaba, atendía el mostrador de la taberna cuando su amigo estaba ocupado afuera; atendía su quitanda durante el día, en el intervalo de otros trabajos, y de noche se la pasaba en la puerta de la venta y, delante de un brasero de barro, freía hígado y sardinas, que Romão iba a comprar por la mañana, en mangas de camisa, en zuecos y sin medias, a la praia do Peixe. Y aquella endiablada mujer todavía se hacía tiempo para lavar y arreglar, aparte de su ropa, la ropa de su hombre, que no era tanta y nunca pasaba, en todo el mes, de algunos pares de pantalones de zuarte[3] y otras tantas camisas de riscadillo.

            João Romão no salía nunca de paseo, ni siquiera iba a misa los domingos; todo lo que ganaba en la venta y en la quitanda iba a dar a la libreta de ahorro y de allí al banco. De tal manera que, un año después de la compra de la crioula, saliendo en subasta pública algunas brazas[4] de tierra situadas al fondo de la taberna, las compró inmediatamente y empezó, sin pérdida de tiempo, a construir tres casuchas con puertas y ventanas.

            ¡Que milagros de habilidad y de economía no dejó de realizar en esa construcción! Hacía de albañil, amasaba y cargaba el barro, picaba piedras; piedras que el pícaro, junto con la amiga, robaba de la cantera de los fondos, de la misma manera que sustraían el material de las casas en construcción que había por las cercanías.

            Estos robos fueron hechos con todas las cautelas y siempre coronados del mayor éxito, gracias a que, por aquel tiempo, la policía no se dejaba ver mucho por aquellas alturas. João Romão observaba, durante el día, las obras en las que quedaba material para el día siguiente, y a la noche allá estaba él, puntual, con Bertoleza, para llevar hasta el medio de la calle tablas, ladrillos, tejas y bolsas de cal, con tanta habilidad que no se oía vislumbre de rumor. Después, uno tomaba una carga y partía para la casa mientras el otro se quedaba al acecho junto al resto, pronto para dar una alarma en caso de peligro; y, cuando el que se había ido volvía, seguía entonces el compañero, con su correspondiente carga.

            Nada se les escapaba, ni siquiera las escalas de albañiles, los caballetes, los bancos y las herramientas de los carpinteros.

            El hecho es que las tres casitas, tan ingeniosamente construidas, fueron el punto de partida del gran conventillo de São Romão.

            Hoy cuatro brazas de tierra, mañana seis, después otras más, así iba el ventero conquistando el terreno que se extendía por los fondos de su bodega y, en la misma proporción que los conquistaba, se reproducían los cuartos y el número de los moradores.

            Siempre en mangas de camisa, sin domingo ni día santo, no perdiendo nunca la ocasión de apropiarse de lo ajeno, dejando de pagar todas las veces que podía y nunca dejando de cobrar, engañando a los clientes, robando en los pesos y en las medidas, comprando por pocos réis lo que los esclavos robaban en casa de sus señores, reduciendo cada vez más los propios gastos, apilando privaciones sobre privaciones, trabajando con la amiga como una yunta de bueyes, João Romão terminó por comprar una buena parte de la bella cantera, que él, todos los días al caer la tarde, deteniéndose por algunos instantes en la puerta de su venta, contemplaba, de lejos, con un resignado mirar de codicia.

            Puso allí seis hombres para extraer la piedra y otros seis para hacer lajas y adoquines, y entonces empezó a ganar en grande, tan en grande que al año y medio ya había comprado en remate todo el espacio comprendido entre sus casitas y la pedrera, esto es, unas ochenta brazas de fondo sobre veinte de frente en un terreno plano, seco e ideal para la construcción.

 

(Continuará)

 



[1] Apócope de senhor, señor, también el pronombre su.

[2] Cafuzo, a: Mestizo de indio y negro, por extensión cualquier mestizo de piel muy oscura.

 

[3] Dril muy tosco de color azul o rojo.

[4] Medida de longitud equivalente a dos varas, 1,67 m.

 





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