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Diario de marear

Otras fotos
Otras fotos

Aunque, pensando bien, otro título podría ser: “Fotos eran las de antes”. Hubo una época en que el fotógrafo no podía ver sus tomas hasta después del revelado; en el caso de profesionales y aficionados conocedores del proceso, esto se podía hacer en el propio laboratorio ─alguna vez instalamos uno en el baño de casa─; requería, aparte de los elementos químicos y el cuarto oscuro, siempre con la imprescindible luz roja, dos pasos. El primero, para obtener el negativo del rollo fotográfico y; el segundo, para hacer el positivado o copia al papel fotográfico. Así, lo que se había hecho con luz, previo paso por la oscuridad, daba, por fin, la posibilidad de ver el trabajo realizado y si había sido exitoso. Ya hacia mediados del siglo pasado, se popularizó la foto en color cuyo revelado es más complejo y solamente se puede realizar en laboratorios especializados. En la ya tricentenaria historia de la fotografía, la mayor parte de su vida ha sido escrita bajo el imperio del blanco y negro, hoy prácticamente en desuso.

Dije “historia escrita” porque, fotografía significa, etimológicamente, eso: escribir con luz (del griego photós = luz y graphikós = escritura o dibujo). Hay una milenaria relación que hermana a la pintura y las letras y cuya divisa sigue siendo “así como la pintura es la poesía” (Ut pictura poesis) del poeta Horacio (siglo I a.C.); conclusión que nos remite a cuatro siglos antes con la reflexión de Simónides de Ceos: “la poesía es una pintura que habla y la pintura una poesía silenciosa”; y a una mucho más reciente ─pero no por eso antigua a valores actuales─ del director de la Bauhaus, László Moholy Nagy, y que sigue teniendo vigencia: “los analfabetos del futuro serán iletrados con la pluma y la cámara”.

La aparición de las cámaras digitales, y luego la proliferación de dispositivos anexados a celulares, permiten ver inmediatamente la toma y, en muchos casos, retocar la imagen. Estos nuevos artilugios han solucionado problemas que antes requerían largas perífrasis, como cuando uno iba a la ferretería y preguntaba “quiero el cosito que va en la cosa de la canilla de la mesada”; ahora basta una foto con el teléfono y enviar un WhatsApp al ferretero. Pero, además, ha significado el primer paso para hablar de otra etapa de la fotografía, me atrevo a decir que es el fin de su edad de oro. Y esto empieza en el acto mismo de la toma, antes era el fotógrafo quien “hacía” la foto y para ello debía tener en cuenta factores como sensibilidad de la película, lente, luz y velocidad. Con las cámaras digitales en modo automático y celulares basta enfocar y apretar un botón para “sacar” una foto o filmar una escena; y la proliferación de redes sociales logra su casi inmediata difusión. A modo de ejemplo, las insuperables fotos en blanco y negro que Robert Capa sacó durante el desembarco en Normandía, el 6 de junio de 1944, solamente estuvieron a disposición del público en la edición de la revista Life el 19 de ese mes, trece días después, un período de tiempo no concebible en la actualidad; la misma diferencia que media entre una carta escrita a mano y enviada por correo y la de un WhatsApp o mensaje de texto.

A finales los ’20 del siglo pasado, se popularizó entre los reporteros gráficos el uso de cámaras formato 35 milímetros; un cambio revolucionario en los casi ochenta años de existencia de la fotografía. Las cámaras de 35 milímetros son más livianas y pequeñas ─ocupan poco espacio en cualquier bolso de mano y entran en un bolsillo amplio─ y permitieron a los cronistas documentar aspectos poco difundidos de la vida cotidiana tanto en la ciudad como en el campo; fue el comienzo de una exploración atrevida de contrastes inquietos en lugares antes recónditos para el ciudadano común. En París, a principios de los años ‘30, cuatro fotógrafos: David Seymour, André Kertész, Robert Capa y Henry Cartier-Bresson ─un polaco dos húngaros y un francés─, sentaron las bases de lo que sería la edad de oro de la fotografía y cuya síntesis fue la creación de la agencia fotográfica Magnum Press en 1947. La Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial permitieron que las revistas ilustradas llegaran a su apogeo, que empezó a decaer, a finales de los ’60, por la arremetida de la televisión primero y la aparición de las cámaras digitales de fácil manejo después.

Durante esos años de oro, se dio una suerte de simbiosis de mercado, habilidad artesanal, tecnología y espíritu aventurero. Así los fotógrafos narraron en imágenes el día a día del hombre común, donde encontraron historias y arquetipos singulares, porque diseñaron un espacio multifacético para sus relatos, como antes lo habían hecho escritores en novelas memorables: Los misterios de París, Vida en el Mississippi, la ciudad de Londres en David Copperfield, San Petersburgo y Moscú en Ana Karenina o Estocolmo en Solo.

Pero, junto con el comienzo de su decadencia, este período dorado dejó su huella en una serie de películas notables sobre la profesión ─y que vale la pena ver, o volver a ver─ donde los fotógrafos son protagonistas; una lista breve e incompleta nos da: Z (1969), Bajo fuego (1979) y La ciudad de Dios (2002) ─en las tres además de hacer fotos, los cronistas asumen un claro compromiso político─; La ventana indiscreta (1954), Los puentes de Madison (1995), Blow Up (1966) y Smoke (1995). Las dos últimas, adaptaciones de cuentos interesantes: “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar; y “El cuento de navidad de Auggie” (“Auggie Wren’s Christmas Story”) de Paul Auster, con el insuperable y querible trabajo de Harvey Keitel en el rol del fotógrafo mentiroso.

En el siglo XIX se popularizaron las fotos de muertos en un entorno familiar, “recuerda que morirás” (memento mori), en esas imágenes, que requerían largos minutos de exposición y quietud, es fácil identificar al difunto ─o difunta─, por lo general suele tener los ojos cerrados y, lo más importante, es el único que está bien en foco, en virtud de su inmovilidad; en los años ’40 el famoso fotógrafo neoyorkino de policiales Wee Gee sintetizó muy bien esta estética: “Los asesinatos eran los más fáciles de fotografiar porque los sujetos nunca se movían ni se ponían nerviosos” (Murders where the easiest to photograph because the subjects never moved or became temperamental). De manera semejante, las fotos de diarios y revistas de aquella edad dorada y que ahora disfrutamos en libros, en copias enmarcadas, o en las cámaras frigoríficas de los museos transformados en morgues, alguna vez tuvieron vida y fueron comentadas, exhibidas en carteles, en quioscos de diarios y revistas, recortadas y pegadas en cuadernos. Pero, de manera ineluctable, muchas acabaron como basura, o envoltorios de almaceneros, carniceros, verduleros y vendedores de pescado.

Solo queda pensar en la ilustración de los analfabetos contemporáneos que se perciben iletrados con la gramática de WhatsApp como con la cámara de los celulares. Con la paciencia de un cazador en safari fotográfico habrá que esperar cuentos y películas que narren su actividad.

 





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