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Notas de Joe Turner

Diablos, diablitos y diablejos
Diablos, diablitos y diablejos

Diablos, diablitos y diablejos

 

En un pequeño pueblo francés, madame Husson, viuda, piadosa y rica, siguiendo la moda de París, resolvió otorgar un premio a una doncella virtuosa. Lo consultó con el párroco, quien concordó y le ofreció una lista de candidatas. Ninguna pasó por la investigación de la empleada de madame, quien junto con las compras diarias, rastreaba el historial ─mejor el prontuario─ de las postuladas. Madame, comentó estos resultados con el párroco y llegaron a la conclusión que “la virtud” no era exclusivamente femenina, bien podía ser masculina ─insólita versión avant la lettre del cupo de igualdad de género─. Y la elección recayó en Isidoro, hijo de la verdulera.

La fiesta de entrega del premio fue un éxito con la presencia del alcalde y autoridades locales, la guardia nacional y su banda. Isidoro, ─de allí en más “el doncel de madame Husson”─ vestido de blanco con un collar de rosas, recibió los quinientos francos de oro y, del brazo de madame fueron al banquete, en su honor. Isidoro, de costumbres hasta ese momento austeras, comió todas las delicias y bebió, todos los vinos y licores, ofrecidos, sin saltear nada. Ya en casa, mientras se le aventaba la borrachera, cayó en la cuenta que en un bolsillo tenía el premio de quinientos francos oro, los contó. Salió, fue hasta el centro del pueblo, subió a la diligencia que iba a Paris y desapareció. Volvió meses después y, siempre borracho, murió en un zaguán del pueblo.

Años después, de Guy de Maupassant, Manuel Mujica Lainez, volverá a recontar esta historia en El viaje de los siete demonios; la circunstancia es similar, Belcebú, el demonio de la gula, deberá tentar a don Antonino Robles, beato piadoso que pasaba el día orando y manteniéndose de las pitanzas que le acercaban sus vecinas; el lugar: La Paz, Bolivia, en 1865. Los siete demonios usan sus artes para invitar al dictador Melgarejo, que se hallaba en un festejo en la Plaza Mayor, y llevarlo a la casa de don Antonino, donde Belcebú ha preparado el banquete. Luego de hesitar ─poco─ al amparo de sus rezos, Antonino Robles, en compañía de Melgarejo y su escolta, sigue los pasos de Isidoro: come y bebe todo lo que puede y se repite hasta el hartazgo. Cumplida la misión, los siete demonios se retiran y Lucifer, jefe de la expedición, concluye que don Antonino no había pecado antes por falta de posibilidades; lo mismo que “el doncel de madame Husson”. La moraleja de los dos relatos es que virtuoso, o virtuosa, no es quien no cae en manos de los pecados capitales, sino aquel que, habiendo caído, es capaz de sobreponerse a su dominio.

Se dice que fue santo Tomás de Aquino quien enlistó los siete pecados capitales asignándole un titular a cada uno: la Soberbia, Lucifer; la Ira, Satanás; la Avaricia, Mammon; la Lujuria, Asmodeo; la Gula, Belcebú; la Envidia, Leviatán; la Pereza, Belfegor. Mi primera conclusión es que Santo Tomás se quedó corto al relevar pecados, agrego uno imperdible: Schadenfreude, placer o alegría ante la humillación, sufrimiento, o desgracia de los demás, no soy experto en demonología ni en santorales, y no puedo asignarle su correspondiente demonio.

La presencia del Diablo, en acordes mayores y evidentes, es parte de la literatura y el cine, en todos los registros posibles, de excelente a pésimo. Sin embargo la presencia de los siete demonios, de manera artera, se diluye en toda la literatura; empezando por mi candidato, Schadenfreude quién, como un camaleón se oculta entre las páginas de la Poética de Aristóteles, cuando expresa que el desenlace de la tragedia provoca en el espectador una catarsis o efecto purificador en los espectadores ─supuestamente los hacía más buenos o menos malos─. Goethe en su interpretación de la Poética, sostiene que el público no acude a los espectáculos trágicos para aprender los arcanos de la condición humana, sino para divertirse; detrás de esta reflexión aflora Schadenfreude.

En El diablo cojuelo (1640) Luis Vélez de Gevara, anticipándose a Guy de Maupassant y Manuel Mujica Lainez, nos cuenta las aventuras del estudiante Cleofás Pérez Zambullo quien, huyendo de la justicia, se oculta en el desván de un nigromante y astrólogo que tiene al Diablo Cojuelo encerrado en una redoma. El Diablo Cojuelo le cuenta que los expulsados del cielo luego de la rebelión fueron decenas, pero él fue el primero, y el resto le cayó encima, de resultas quedó cojo y con pocos dientes. Cleofás rompe la redoma, lo libera y éste, agradecido, lo lleva por los cielos levantando los tejados de Madrid, Sevilla y otras ciudades, para que el estudiante aprenda miserias, engaños y verdades nunca dichas de sus conciudadanos.

El bien, o la ausencia de maldad, no influyen en la historia de la narrativa; tampoco mucho el amor, campo más bien reservado a la poesía. Buenos y malos, villanos, felones, mentirosos, ladrones dan el sustento para la trama de relatos y novelas, cada uno con su propia ética y sentido del honor, como dijo Hemingway refiriéndose a España: “tierra del honor: lo tienen, toreros, almaceneros, comerciantes, prostitutas y ladrones; simplemente varían los puntos de vista”. Ya en el exclusivo mundo de las y los elegantes, la alta costura y los desfiles de ropa, por el cine sabemos que El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada, 2006) y que muchos venderían su alma por lograrlo. El hábito hace al monje, por estas razones el diablo, y sus demonios, siempre aparecerán donosos, elegantes, intachables, vestidos a la moda por los mejores sastres y de níveas sonrisas. La excepción: el desdentado y contrahecho Diablo Cojuelo, apoyado en las muletas y marcado desde su atributo ─el sufijo “uelo”, un diminutivo que agrega un color despectivo, no es lo mismo ser ladrón que ladronzuelo, bribón que bribonzuelo ni escritor que escritorzuelo.

Pero, detrás de toda obra literaria aparece alguno de los siete demonios, diablos, diablitos y diablejos, y, mucho más omnipresente, el Diablo Cojuelo, levantando tejados, abriendo recámaras, revelándole al escritor verdades ocultas, engaños, y miserias de los humanos. Empezando por el escritor mismo, que si tuviera vocación de santo, buscaría otro oficio.

 





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