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Escritor Argentino

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Diario de marear

Recuerdos y un satori
Recuerdos y un satori

Un amigo escritor comprovinciano, me envió por e-mail el manuscrito de su última novela. Avancé en el primer capítulo y tuve una revelación que me llevó a adelantarme una decena de páginas, ahora, leyendo de manera sesgada y salteando párrafos. La novela devela una leyenda que se contaba, de una mansión ubicada en la Avenida de ingreso, casi frente a la escuela donde hice la primaria, y por cuya vereda pasé infinitas veces durante los siete años que vivimos en esa “cuadra”; escribí entre comillas porque tenía más de cuatrocientos metros de largo, y estaba delineada por muros, que ocultaban viñedos, pequeñas bodegas y una fábrica de aceite de oliva, intercalados con casas.

La mansión, construida en las primeras décadas del siglo pasado, se levantaba en la misma vereda del conventillo en que vivíamos, tenía un frente de rejas y estaba antecedida por un pequeño parque que dejaba ver el frente con una escalera en caracol que llevaba a un mirador; de ella se decía que por sus cuartos, rondaba el fantasma de un tapiado en vida. El hecho de que, por las noches, pese a ver alguna luz en el interior, no se observaba movimiento de gente, tampoco en cualquier hora del día, añadía condimento a la leyenda que la envolvía; misterio incrementado porque, frente al garaje, a veces, se vislumbraba una reluciente cupé Studebaker roja con neumáticos de banda blanca, siempre desocupada. Sabíamos de marcas de autos y camiones porque por la Avenida de ingreso era la ruta de acceso por la que pasaban los automóviles que corrían los Premios Nacionales de Turismo de Carretera y vía de salida de camiones tanque que llevaban vino rumbo a la capital.

El primer planeo sobre el manuscrito de mi amigo produjo una colisión entre palabras, recuerdos e imágenes que, así como la pleamar reflota y trae restos desde el fondo del océano que nos hablan de un antiguo naufragio, me llevaron al cuasi relegado período de mis seis a trece años, cuando descubrí el arcano de la correspondencia entre imágenes, palabras y experiencias narradas. Fueron años de lecturas: Verne, Salgari, Stevenson, Dumas y Poe… también un momento de mi vida en que pasé gran parte de mis horas libres en bicicleta, recorriendo el inmenso barrio y sus muy distantes alrededores, casi todos de huertas, olivares y viñedos.

De manera paralela a la lectura de la novela, empecé a tomar notas de estas evocaciones y mi primer paso fue, como un detective, cuando busca huellas en la escena de un crimen, consultar en Google Maps aquellos cuatrocientos metros de la Avenida de ingreso y su entorno; fue una sorpresa. Porque si bien la vereda de la mansión continúa, ha desaparecido la fábrica de aceite de oliva y, en su lugar, hay un supermercado con el mismo nombre de la familia; al lado, donde estaba nuestro conventillo, un edificio de dos pisos, y junto a él, donde estaba la fábrica de carrocerías Blasco, un matrimonio de refugiados republicanos, cuya hija Teresa, la menor de los tres hermanos, me prestaba revistas de historietas; un chalet tipo californiano.

Pero el cambio radical fue en la vereda opuesta, desde la escuela que estaba frente a la mansión hasta poco más allá de donde estaba nuestro conventillo, en esos cuatrocientos metros han desaparecido viñedos de varias cuadras de profundidad, y trazado una urbanización de calles que avanzan hacia el norte, cortadas por otras calles. Donde con mis amiguitos habíamos paseado en bicicleta, cruzado arroyos y pescado cangrejos de río y mojarritas, hay elegantes barrios, boutiques, un colegio bilingüe, un gimnasio con piscina cubierta y un par de clínicas.

Así pensé si aquellos seis años existieron o los he inventado. Salvo por un detalle: el nexo entre lo desaparecido y lo que permanece. Porque la casona sigue en pie. Por la charla telefónica con mi amigo supe que los actuales propietarios la han restaurado y recobraron su esplendor original, desconocido cuando yo vivía en el barrio. Los años en que pasé frente a ella, fueron del dominio del cine en blanco y negro, y películas de monstruos, como el de la Laguna Negra, Frankestein y Drácula, fotonovelas, revistas de historietas donde se recreaban novelas románticas y truculentas, protagonizadas por criminales como Arsène Lupin y Raffles, también relatos de terror y misterio, que nos hacían temer antes de apagar la luz para dormirnos.

Por eso atravesar de noche frente a esa mansión, con su jardín a oscuras, donde a veces titilaba una tenue luz, nos hacía imaginar alguna puerta entornada, donde bien podía asomarse el fantasma de la víctima intentando escapar o sus victimarios persiguiéndola por el jardín. Detalles que, por la noche nos llevaban a caminar lo más apartado posible de su verja, pegados al cordón de la calzada.

Hoy, la leyenda de la casa que escuché de niño está revelada, pero su historia, me llevó a exhumar e hilvanar mis recuerdos para reunirlos en una versión definitiva, aunque ha desaparecido la geografía que los contenía ─así como la bombona resguarda un perfume─; por lo tanto, si no los encuentro deberé inventarlos. Entonces, de mis remembranzas fluirán mentiras, pero también se mezclarán con algunas verdades que son refutación de mentiras. Pero, lo más importarte, la novela me ha provocado un satori, concepto budista del instante en que se nos revela que solo existe el presente y de él nacen nuestro pasado y futuro. Y que, es el momento de empezar a fijar mis recuerdosen el papel.

Porque palabras y recuerdos vuelan, lo escrito permanece y los fija, como la historia oculta detrás de una foto, cuyos protagonistas sólo conocen sus parientes e íntimos.

 

 





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