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Notas de Joe Turner

Voladores, ictiandros, somormujos
Voladores, ictiandros, somormujos

Voladores, ictiandros, somormujos

 

Un par de novelas de Julio Verne se destacan por la afinidad temática: la historia de dos misteriosos personajes que crean sus hábitats en territorios móviles con otros códigos jurídicos; en ambos casos,espacios aislados: uno subacuático, otro, aéreo.

En Veinte mil leguas de viaje submarino (1871) el capitán Nemo ─en latín “nadie”, el mismo nombre que, en griego, se adjudica Ulises frente a Polifemo: outis─ capitán del submarino Nautilus, recorre el mundo en su isla flotante y sumergible y, esa geografía es el escenario donde se desarrolla la novela. Del misterioso capitán Nemo, solo sabremos que es un ingeniero de cultura enciclopédica, que proyectó la gran cápsula protectora para, junto con camaradas, aislarse del resto de la humanidad y destruir naves de guerra si se atravesaran.

Robur el conquistador (1886) comienza en una reunión en el Weldon Institute de Filadelfia donde se polemiza si el futuro de la aeronavegación está en aparatos más livianos que el aire ─dirigibles─ o más pesados que el aire; el ingeniero Robur defiende la segunda postura, porque afirma haber construido uno. Tras ser despedido con burlas, secuestra al presidente, y secretario del Weldon Institute, y los embarca en la nave para demostrarles la eficacia, seguridad y potencia de su invento. Su artefacto, símil del Nautilus pero volador, recibe el nombre de Albatros y, como el ave marina, puede volar durante largo tiempo para recorrer enormes distancias. Del Albatros sabremos que es similar a una embarcación voladora, con una planta motriz eléctrica, y mástiles rematados en hélices. Julio Verne nos describe una suerte de helicóptero en el que los protagonistas vuelan sin escalas por América, Europa, polos y dan la vuelta al mundo.

Tenemos así hombres voladores y hombres buceadores en narrativa. Pero será el ruso Aleksandr Beliáyev (1884-1942), prolífico autor de ciencia ficción y llamado “el Julio Verne ruso”, quien, en la novela Ictiandro, nos de otra variante de ichtio sapiens. El protagonista es hijo de un afamado médico, el doctor Salvator, quien, para salvarle la vida cuando niño, lo sometió a un trasplante quirúrgico y le injertó agallas de tiburón. En consecuencia, el joven tiene su hábitat en el agua, aunque puede pasar períodos cortos en tierra. Con esta novela, y toda su obra, Beliáyev, se inserta en la prolífica escuela de ciencia ficción rusa que incluye, a modo de parco ejemplo dos obras formidables: Los huevos fatales (1924) de Mijaíl Bulgakov ─huevos de gallina, mutados con radiaciones, engendran monstruos que harían a Alien y toda su progenie huir apavorados a esconderse debajo de la cama─, y Nosotros (1920) de Yevgueni Zamiatin ─una sociedad futura de casas de cristal y existencias controladas por un autócrata quien regula, trabajo, vida social y erótica de la humanidad─, ésta última inspiró Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell.

Ictiandro nos toca de cerca, porque la historia ocurre en Argentina donde vive el doctor Salvator, que tiene un dispensario y hospital donde atiende a indígenas desvalidos y vive con el hijo. El joven pez irrumpe en el primer capítulo montado en un delfín en las aguas del puerto de Buenos Aires ─en la ficción es una ciudad asentada en las costas del Atlántico, no en las riberas del río color dulce de leche La Martona─ donde abundan bancos de ostras perlíferas, y les salva la vida a unos pescadores atacados por un tiburón. Además la novela profundiza en otros temas tangenciales, pero vigentes en la actualidad: la responsabilidad de los científicos frente a experimentos de modificaciones genéticas y sus imprevisibles consecuencias,posibilidades de mejoras biológicas del ser humano mediante trasplantes y problemas derivados de la pobreza en los países subdesarrollados.

Laversión fílmica de Ictiandro, El hombre anfibio (1962), ha sido seleccionada entre las mejores cien películas rusas y soviéticas, y se destaca por la belleza de las imágenes, escenarios subacuáticos y la caracterización del hombre pez en su equipo de buceo. Ciertamente El hombre anfibio inspiró al director Kevin Reynolds en Mundo acuático (Waterwold, 1992) ─donde el ichtio sapiens es Kevin Costner─ y de manera más evidente ─sobre todo en lo argumental y estético─a La forma del agua (2017) de Guillermo del Toro. Un detalle simpático de El hombre anfibio es el nombre de la protagonista femenina: Gutiérre –sin zeta final– y la visión en el imaginario de los rusos en los ’60 de Buenos Aires, una ciudad que recuerda en mucho a las murallas de Cartagena en Colombia; habitantes que usan tocados parecidos al descomunal “sombrero chotano” del presidente Pedro Castillo, mujeres con faldas de gitanas, policías con bigotes y sombreros mexicanos, parejas bailando algo parecido a jotas aragonesas, y un mar cuyas profundidades son prolíficas en coral rojo.

Pero a veces la realidad supera la ficción, hace poco encontré un artículo de National Geographic de hace cuatro años donde refiere a la noticia de una revista científica sobre un pueblo nómade que habita en aguas de Indonesia, Malasia y Filipinas: los bajau. Según los artículos, los bajau son capaces de sumergirse en apnea durante casi un cuarto de hora a profundidades de hasta 60 metros, para pescar o procurar conchas de valor comercial. Y esta capacidad se debe a la modificación genética del bazo de esta etnia, un 50 por ciento más grande que el del resto de los humanos. Soy crédulo, estoy convencido de la existencia de todos los protagonistas de la mitología griega: del Olimpo, Hades, de océanos y ríos; también de los viajes de Ulises y de Jasón. Pero el informe de National Geographic sobre los buceadores bajau me lleva a refugiarme en el escepticismo.

De la verdadera historia del capitán Nemo y el fin del Nautilus, los lectores de Julio Verne se enteraron, cinco años después de Veinte mil leguas de viaje submarino, en los últimos capítulos de La isla misteriosa (1875). La película El hombre anfibio se puede ver por Youtube, aunque sin subtítulos en español, vale la pena transitar la hora y media por la belleza estética. Pero de los bajau en acción no hay registros fílmicos ni fotográficos.

Otros anfibios que siempre me fascinaron tienen plumas, los somormujos, aves voladoras y zambullidoras, encuentro su actividad muy afín a otras especies: los escritores y las ratas de biblioteca que, para alimentar el vuelo de su imaginación, se zambullen en estantes colmados de libros.

Solo no he conocido, en ficción, artilugios capaces de volar o navegar bajo las aguas según las circunstancias lo requieran; quizás en alguna película que no he visto de la saga de James Bond. Creo más en ellas que en la existencia de los bajau.

 





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