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Escritor Argentino

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Homo legens

Tiene dientes y los muestra
Tiene dientes y los muestra

Busco un libro de Carl Sagan a la pesca de una referencia, diez centímetros más adelante, junto a The Catcher in the Rye, el único remanente de mis lecturas infantiles y adolescentes de Salgari, pero una edición comprada de adulto: Los tigres de Mompracem. Lo hojeé buscando las partes que me impresionaron y, ─como diría la canción de Rubén Blades: “La vida te da sorpresas / Sorpresas te da la vida”─, di con el pasaje en que Sandokán y el dayako Inioko se enfrentan con un tiburón, para mala suerte de éste.

Ignoro las razones que me llevaron a esa búsqueda, aunque soy consciente de que Los tigres de Mompracem fue mi primer encuentro literario con ese predador, del cual no hay muchas referencias en las artes y las letras ─incluido el tiburón en formol del olvidable Damien Hirst─. Pero el tiburón de Salgari no era uno común, recuerdo que en el texto de mi primera lectura era algo así como un “zigaene también llamado pez martillo o balance fish”. Para mi sorpresa esta versión sólo hablaba de “tiburón” a secas; confiado en mi memoria busqué por Internet otra edición, mi recuerdo no me había engañado: era un zigaene.

Para motivarme en esa deriva por el océano de la Internet puse como música de fondo el impactante tema de la película de Spielberg Tiburón (Jaws, 1975), el resto es tan olvidable como la novela de Beanchley y la obra de Damien Hirst. En esa búsqueda aparecieron de las profundidades abisales otros encuentros con escualos.

El primero fue una caricatura de Charlie Brown, en dos cuadros coincidente con el éxito de la película Tiburón: en el primero, Woodstock el pajarito amarillo de la historieta, visto de perfil, se zambulle en el bebedero del jardín, pero por detrás y de frente aparece Snoopy con la boca abierta y mostrando los dientes al tiempo que grita “¡Jaws!”; en el segundo cuadro Snoopy palmea la espalda a Woodstock que, con las plumas erizadas, no para de tiritar al tiempo que le dice “Tranquilo, fue solo una broma”.

Las escualos que siguieron afloraron de mi primer viaje a Boston, en el New England Aquariun vi un zigaene pequeño, un poco más largo que los dos hombres rana que, desde el fondo, abrían una bolsa de red y sacaban trozos de carne para alimentar a los peces carnívoros. El otro fue un cuadro en el Boston Fine Arts Museum, Watson y el tiburón (Watson and the Shark, 1782) de John Singleton Copler, el óleo registra un hecho real. En 1749, a los 14 años Brook Watson, joven aspirante a oficial de marina, fue atacado por un tiburón en el puerto de la Habana, de resultas, perdió la pierna derecha, lo cual no le impidió continuar su carrera militar un par de años, posteriormente tuvo una regresión mimética; se retiró de la armada y resultó ser un escualo de los negocios, banquero exitoso y miembro del parlamento.

Para la RAE tiburón tiene tres acepciones, la primera es la conocida, las otras dos hacen al mundo de las finanzas: “Persona que adquiere de forma solapada un número suficientemente importante de acciones en un banco o sociedad mercantil para lograr cierto control sobre ellos” y “Persona ambiciosa que a menudo actúa sin escrúpulos y solapadamente”. Estas dos definiciones llevan a otra entrada de la RAE, tiburoneo: “Actuación propia de un tiburón en las finanzas”. Fue el tiburón Brook Watson quien le encargó el cuadro a John Singleton Copler, para dejar constancia del incidente que lo catapultó al mundo de las finanzas y la política. Además la pintura tuvo el mérito de ser el primer registro pictórico que deja constancia de un acontecimiento que llamó la atención de la prensa y se anticipó en 80 años al insuperable La balsa de la Medusa de Gericault.

Luego aparecieron los tiburones que se comieron al marlín del viejo Santiago, los menos exitosos de Moby Dick, liquidados a arponazos por los marineros del Pequod cuando intentaron comerse a una ballena muerta a la espera de ser faenada. Otro fue ensartado por el arponero Ned Land, quien le salvó la vida al capitán Nemo, cuando defendía a un pescador de perlas en el mar de Ceylán. Vinieron luego los escualos de James Bond, que le comieron una pierna y una mano a Felix Leiter en Vive y deja morir, y luego reaparecen en Operación Trueno, cuando intentan meterse debajo de la red de camuflaje que tapa en el fondo del mar un avión con una bomba atómica y los cadáveres de los pilotos.

Pero mi tiburón favorito es el de Moritat, la canción de Mackie Navaja en La ópera de los tres centavos. Ese tiburón tiene dientes que se ven en su cara y dejan rastros de sangre, pero el cuchillo de Mackie nadie lo ve y tampoco tiene rastros de sangre porque él usa guantes. La música y la canción tienen su miga y sus derivas porque muchos cantantes y compositores han sucumbido a su llamado y su canto ─ya que no de sirenas, de tiburones─ entre otros: Chico Buarque, Frank Sinatra y Louis Armstrong.

Pero el giro en la historia lo da Pedro Navaja de Rubén Blades, quien nos da la biografía del asesino; sabemos que Pedro Navaja lleva lentes oscuros para que no sepan hacia donde mira y las dos manos en el bolsillo de su gabán para que tampoco sepan en qué bolsillo lleva el puñal. El resto de la historia es conocida. Como Pedro Navaja muchas historias que se nos aparecen en la hoja en blanco nos atrapan, nos atacan y resultan una sorpresa por aquello de: “Pedro Navaja, matón de esquina…Valiente pescador, pa'l anzuelo que tiraste / En vez de una sardina un tiburón enganchaste”.

Sólo nos queda, como Sandokán o el capitán Nemo, pelear contra los escualos aún a riesgo de perder todo, como el viejo Santiago. Siempre confiando en que, desde la oscuridad de la historia que no cierra, resuene la voz aguardentosa del afortunado borracho por aquello de: “La vida te da sorpresas / Sorpresas te da la vida”.

 





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