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Notas de Joe Turner

Otros viajes
Otros viajes

El Romance de Alejandro, escrito por el poeta español Juan Lorenzo Segura de Astorga a mediados del siglo XIII, es una versión de Li romans d'Alixandre, del escritor normando, Alexandre de Bernay, quien, a su vez, se habría inspirado en Vidas y hazañas de Alejandro Magno, escrita nueve siglos antes, por un autor cuyo nombre da la genealogía de esta saga, Pseudo Calístenes.

Poco se sabe de vida y obra Pseudo Calístenes, sólo que nació en Alejandría a principios del año 300, que nunca viajó más allá de los límites de Egipto y no era un escritor culto ni refinado, pero su libro ─o versiones y adaptaciones de él─ fue traducido al griego, árabe, persa, hebreo, inglés, turco, etíope, español y francés.

Vidas y hazañas de Alejandro Magno fue escrita siete siglos después de la muerte de Alejandro Magno, lo cual da una idea del peso de la trayectoria de las conquistas del macedonio en el imaginario colectivo de Europa y Asia. Y la razón del nombre de su autor es que Calístenes de Olinto, el auténtico Calístenes, a quien ─para diferenciarlo del Pseudo Calístenes─ podríamos llamar “Vero Calístenes”, fue el tutor de Alejando Magno y lo acompañó en sus conquistas.

Más allá de la historia de este relato, y las derivas de originales y versiones de versiones, Vidas y hazañas de Alejandro Magno tiene una similitud con las aventuras de otro viajero que demoró diez años en volver a Itaca, y quizás sea el mérito y la razón de su trascendencia literaria. Porque Vidas y hazañas de Alejandro Magno además de ofrecer una imagen idealizada de Alejandro Magno a un público ávido de relatos fabulosos y a tierras extrañas, también nos presenta ─y de alguna manera crea─ un arquetipo y un tópico literario: el viajero a la procura de conocimientos y saberes y no un comerciante, conquistador o emigrante en busca de mejores condiciones de vida.

Así, el Romance de Alejandro de Juan Lorenzo Segura de Astorga, tiene dos pasajes dedicados a viajar por geografías no accesibles a los contemporáneos del protagonista: el fondo del mar y el cielo. En ambos casos, el motivo es una simple curiosidad intelectual, veamos las razones: “Dizen que por saber que fazen los pescados / commo uiuen los chicos entre los mas granados / fizo cuba de uidrio con puntos bien çerrados / metio-s’ en ella dentro con dos de sus criados” (Dicen que por saber qué hacen los pescados / cómo viven los chicos entre los más notables / hizo cuba de vidrio con juntas bien selladas / se metió en ella con dos de sus criados); y: “Alexandre el bueno podestat sin frontera / asmo una cosa yendo por la carrera / commo aguisarie poyo & escalera / por ueer todo’l mundo commo iaz o qual era” (Alejandro el bueno de potestad ilimitada / ponderó una cosa yendo por el camino –andando– / como proveer poyo o escalera / para ver todo el mundo como existe tal cual era).

Pseudo Calístenes tuvo antecedentes en la literatura griega y latina prolífica en viajes por distintos motivos: con el objetivo de una búsqueda, Jasón; como víctima de circunstancias adversas, Odiseo; o en busca de un nuevo destino para su pueblo, el troyano Eneas. Pero además, el regreso de Odiseo agregará una variante a los riesgos del viaje, la del naufragio o llegar a tierras desconocidas como consecuencia de una tempestad, pueden ser los vientos liberados de los odres de Eolo, La Tempestad de Shakespeare, o el huracán que llevó al ingeniero Cyrus Smith y a sus compañeros a 12.000 kilómetros de Virginia en La isla misteriosa de Julio Verne.

Más allá de estas premoniciones y anticipos literarios de más de veinte siglos, el hombre debió esperar 1400 años al intento de Alejandro en Vidas y hazañas de Alejandro Magno para ver el mundo desde los aires, cuando dos franceses hicieron el primer viaje en un globo de aire caliente en 1783, invento de los hermanos Montgolfier; y hasta 1819 para poderse desplazar por el fondo del mar con una escafandra, inventada por Augustus Siebe; hasta 1961 para el primer viaje al espacio y ocho años más para poner el pie en la luna.

En este largo periplo, cambiaron las motivaciones de los viajeros literarios, entre otros: estados de ánimo o enfermedades que requieren convalecencia; tal el caso de Ismael en Moby Dick (1851), víctima de una fuerte melancolía cuya única opción fuera del viaje por mar era “la pistola y una bala” y el no ficcional viaje  de Richard Henry Dana quien, para recuperarse de una escarlatina que casi le hace perder la visión, emprendió un viaje como marinero desde Boston a California ida y vuelta vía Cabo de Hornos y que nos dejó el imprescindible Dos años al pie del mástil (1840, Two Years Before the Mast).

También los hay quienes viajan ─y han viajado─ huyendo de hambrunas o miserias, estas de macabra contemporaneidad, entre otras: pateras o gomones intentado cruzar el Egeo y el Mediterráneo, o espaldas mojadas intentando llegar a la ribera norte del Río Bravo. Emigraciones que tuvieron un antecedente en cifras difíciles de superar hasta el día de hoy con la “gran hambruna irlandesa” de mediados del siglo XIX, de resultas de la cual Irlanda pasó de casi nueve millones y medio de habitantes a los casi siete que tiene en la actualidad.

Hoy en día los viajeros han reducido las posibilidades de transformar sus derivas en aventuras; los mayores riesgos que acechan son huelgas imprevistas de transporte o una cuarentena por brote de COVID u otra enfermedad contagiosa en un megagrucero ─más parecidos a cargadores de containers que a los veleros de Richard Henry Dana o Ismael─. También están las variantes imaginables de “turismo aventura”, de reservas accesibles por Internet, tarjeta de crédito mediante, donde surgen otros riesgos como vino blanco tibio con el pescado o que falte nuestro postre favorito.

Hay otros viajes, los de las estantes de la biblioteca, uno de los más mentados Viaje alrededor de mi habitación (Voyage autour de ma chambre, 1794) de Xavier de Maistre, y un favorito de mi infancia, recuperado hace un par de años en una búsqueda por Internet, Un paseo por la casa (escrito en vísperas de la Segunda Guerra mundial) de M. Ilin, un ingeniero ruso. El libro está dividido en seis estaciones, ya que no capítulos, donde cuenta la historia de los objetos y comodidades de la vida cotidiana: desde la cocina al armario del dormitorio, desde el tenedor hasta la ropa de lana. Pero, si se lo presto a mis sobrinas para que lo lean, requeriría de una guía de viaje.

Porque hoy en día los relojes analógicos y de cuerda, el lechero que hace su entrega todas las mañanas, el correo y las estampillas y las ollas enlozadas sólo son visibles a través de otras ventanas; y luego de voluntarias búsquedas. Las ventanas de Windows.

 

 





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