Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.
Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).
Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.
Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.
Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.
Hace algunos años, leyendo una novela de Pierre Lemaitre, recibí una lección ejemplar a mi manera de leer. Cuando empecé con Nos vemos allá arriba, me atrapó la trama y la cantidad de personajes que iba involucrando, al llegar al capítulo 9 me interesó saber cómo terminaría.
Busqué el índice, pero la novela no lo tiene. Empecé a hojearla página por página y escribí, al inicio, debajo del título, uno en lápiz indicando donde comenzaba cada uno de los 42 capítulos y el epílogo. Más tranquilo volví al capítulo 9 y de allí directo al 42. Pero, al leerlo me enteré de la existencia de Pauline, que no había aparecido todavía en el 9. ¡Chapeau al ardiloso Pierre Lemaitre!; me tendió una trampa tan artera como la armada por Red Scharlach a Lonrröt y que es una prolepsis ─“Es verdad que Eric Lönrrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”.
Uno de mis esquemas narrativos favoritos es la anticipación o prolepsis, figura retórica que consiste en comenzar un relato por el final en vez del esquema secuencial principio (ab initio), medio (in media res) y final (in extrema res). Y la prolepsis se presta como anillo al dedo al género cuento y relato; pero también para titular una crónica policial: “Sorpresa para los tres ladrones. Un final inesperado en su planificado asalto relámpago”.
En el caso de cuentos, esta prolepsis al inicio de Ambroice Bierce me parece difícil de superar: “Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época.”, comienzo de Una conflagración imperfecta, que lleva, como una carnada, al lector a morder el anzuelo y no abandonar el relato.
Al correr de estas líneas me acude otra prolepsis magistral en el segundo duelo del Martín Fierro. Luego de una breve descripción del boliche y el ingreso provocador del guapo que: “a la llegada metió / el pingo hasta la ramada” y continúa con sus atropellos; pero: “¡Ah pobre, si el mismo creiba / que la vida le sobraba! / Ninguno creiba que andaba / aguaitandolo la muerte”.
Esta manía particular ─y para muchos amigos, abominable─ de, empezadas las primeras páginas, saltar al final para saber cómo va a terminar lo que estoy leyendo, se debe a que soy un ansioso compulsivo y quedarme atrapado en la intriga que el autor crea para despertar el interés del lector me distrae de su estilo y vocabulario. Con respecto al vocabulario agrego otra manía, padezco nomofobia ─neologismo acuñado hace un par de años en Inglaterra, un acrónimo de no-mobile phone phobia, miedo irracional a estar sin celular─. En mi caso se aplica para el uso de diccionarios, de los cuales en mi celular tengo links con tres, de manera que, cuando estoy leyendo cualquier cosa y no sé cuál es el sentido de una palabra o expresión no puedo continuar hasta saber el significado.
Mi recuerdo más distante de esta manera de leer me llevan, allá lejos y hace tiempo, al secundario cuando, por la mitad de Orgullo y prejuicio, salté al final del libro para saber si el fato de tiras y aflojes de la señorita Elisabeth y el señor Darcy terminaba en el altar con la marcha nupcial y desde allí se me hizo hábito que continuó con Feria de vanidades. El caso extremo se me da con las novelas policiales, género del cual no soy devoto pero, si se da el caso, empiezo el libro por las últimas páginas y luego sigo tranquilo por el comienzo. In altre parole, la prolepsis me evita una cita a ciegas con el texto.
Pero hay otros relatos con prolepsis que son de rilar y casi insuperables en narrativa, sobre todo porque el público que lo consume ya no es un lector, inquieto o no, que disfruta o sufre ─ los masoquistas forman una tribu muy grande dentro del universo de los lectores─. Me refiero a ciertos discursos políticos en los cuales hay que tener agallas para recurrir a la prolepsis y pienso en aquel famoso y comentado comienzo de Churchill en su discurso del 13 de mayo de 1940 en la Cámara de los Comunes: “I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat. We have before us an ordeal of the most grievous kind. We have before us many, many long months of struggle and of suffering.” (No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Tenemos ante nosotros una ordalía muy penosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos y largos meses de lucha y de sufrimiento). De poner los pelos de punta, como leer La pata del mono.
Pero no conozco novelas que comiencen por el final, pero el Tristam Shandy se podría tomar como un intento para nada descabellado. Aunque podría entenderse como prolepsis, la extensa descripción al principio de cada capítulo en las novelas que se publicaban en el siglo XIX, primero por entregas y luego compiladas en forma de libro, y que también aparece en el índice. El que me acude es el de una novela de Julio Verne que terminé de releer, La vuelta al mundo en ochenta días: “Capítulo 1. En el que Phileas Fogg y Passepartout se aceptan mutuamente, uno como amo y otro como criado”. Pero el comienzo de La isla misteriosa, es magistral: “Capítulo 1. El huracán de 1865. Gritos en el espacio. Un globo arrastrado por una tromba. La envoltura desgarrada. Nada más que el mar a la vista. Cinco pasajeros. Lo que ocurre en la barquilla. Una costa en el horizonte. El desenlace del drama.”
Aunque este recurso aparece ya en la primera novela moderna, Don Quijote de La Mancha donde, además, el autor utiliza las tres formas de narrar en el desarrollo del relato: ab initio, in media res e in extrema res. Con esto nos revela que la prolepsis no necesariamente deber figurar al comienzo, puede aparecer en el medio, de cualquier manera su efecto siempre es fuerte y sacude, anticipa un final que no siempre es el que el lector imagina.
Lo que me llevó a estas analectas de reflexiones sobre la prolepsis fue terminar con la novena ─y, me he jurado, última─ reescritura de una novela, donde en el índice, que ubico al comienzo como el que escribí en lápiz en la página del título de Nos vemos allá arriba, sigo el esquema de los de Julio Verne y Cervantes.
Vuelvo al comienzo de Una conflagración imperfecta y se me ocurre un microrrelato perverso ─que habría hecho las delicias de algún personaje de Fogwill─ que podría cerrar con uno de los finales sugeridos por Horacio Quiroga en su Manual del perfecto cuentista: “El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.” Veamos: “Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.”
En Hamlet (1,1) dice Horacio: “Pero ved como la aurora, envuelta en su manto de púrpura, viene pisando el rocío de aquella empinada colina”. Refiere a la creciente luz dorada de la aurora –“envuelta en su manto de púrpura”, por el amanecer– que, precediendo al día, aventa –“viene pisando el rocío”– la humedad condensada durante la noche.
Poco menos de un siglo antes que Shakespeare, Alcofribas Nasier, más conocido como François Rabelais, extractor de quintas esencias, que ejerció en su intrincada vida actividades diversas ─monje, médico, humanista y, sobre todo, escritor genial─ usó el mismo procedimiento retórico cuando escribió Gargantúa y Pantagruel.
En el Capítulo III de Gargantúa, leemos: “En son eage virile, espousa Gargamelle, fille du roy des Parpaillos, belle gouge et de bonne troigne, et faisoient eux deux souvent ensemble la beste a deux doz...tant qu’ elle engroissa d’un beau filz” (En su edad viril, se casó con Gargamella, hija del rey de los Parpaillones, bella moza de lindas facciones, y, frecuentemente, hacían entre los dos la bestia de dos espaldas... tanto que ella engrosó de un bello niño). La expresión “hacer la bestia de dos espaldas”, se aclara con el párrafo final “tanto que...”.
En la prosa y poesía barroca del Siglo de Oro español ─en contemporaneidad con Shakespeare─, por influencia de los prolíficos descubrimientos en América, Asia y África, abundan descripciones del mar y navíos comparando éstos con los bosques de donde provenía la madera usada en su construcción: océanos soportando el peso de “selvas enteras”, “alados pinos” y “undosos robles”. Aunque el tópico es de añejo abolengo, ya en el siglo V a.C Medea, de Eurípides, comienza con el lamento de la nodriza: “Ojalá la nave Argo no hubiera volado a través de las negruzcas Simplégades hacia el país de la Cólquide, ni en los valles del Pelión hubiera sido jamás cortado el pino, ni hubiera dotado de remos las manos de los excelentes varones...”.
Estos fragmentos recurren a la metáfora como énfasis expresivo. La figura retórica consiste en un tipo de comparación o símil, para focalizar un fenómeno, objeto o parte del cuerpo, con una representación. Un ejemplo fatigado de símil es: “dientes como perlas"; y, en el decir de nuestro Martín Fierro: “Yo no soy cantor letrao, / mas si me pongo a cantar / no tengo cuándo acabar / y me envejezco cantando; / las coplas me van brotando / como agua de manantial”. El paso de símil a metáfora la da la supresión del término comparativo para dar: "las perlas de su sonrisa" y "el manantial de coplas de mi canto".
Metáfora y símil, en sus variantes incluyen a la sinécdoque, figura retórica que alude a la totalidad mencionando una parte: ─“setecientos sables” en la Carga de la Brigada Ligera de Alfred Tennyson─; y la metonimia, sugerir algo o alguien nombrando algún atributo especial: “el Manco de Lepanto” o “la pluma es más fuerte que la espada”.
Un histórico de los usos de la metáfora y de los laberintos para comprender verdad y error que sus conjeturas encierran lo tenemos en Aristóteles, el primero en reflexiona sobre el tema. Así, en el Capítulo 21 de Poética nos dice: “Metáfora es la aplicación a una cosa de un nombre que le es ajeno, tal traslación puede ser del género a la especie, de la especie al género, de una especie a otra especie o por analogía: del género a la especie: ‘aquí está parada mi nave’ (Odisea 1, 185 y 24, 308), pues ‘estar anclada’ es una forma de decir ‘estar parada’; de la especie al género: ‘Ulises llevó a cabo diez mil acciones nobles’ (Ilíada 2, 272), pues ‘diez mil’ son ‘muchas’ y aquí se usa en lugar de ‘muchas’; de una especie a otra especie: ‘arrebatándole el alma con el bronce’ y ‘abriendo con el indomable bronce’ , pues aquí ‘arrebatar’ quiere decir ‘cortar’ y ‘abrir’ quiere decir ‘arrebatar’ ”.
En la misma línea de razonamiento Aristóteles ejemplifica diciendo que la copa de Dionisio es su atributo, de la misma manera que el escudo lo es de Ares; así se puede llamar a la copa “escudo de Dionisio” y al escudo “copa de Ares". De manera análoga, la vejez es a la vida como el atardecer al día; entonces el atardecer sería “la vejez del día”, y “el atardecer de la vida”, vejez.
Dentro de las formas y combinaciones de la metáfora se destaca la alegoría, sucesión de metáforas que, unidas, sugieren una idea compleja, tal el caso de Manrique con su Coplas a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir: / allí van los señoríos, / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos; / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos”.
Pero también una sucesión de metáforas unidas pueden resultar en un enigma que sólo se resuelve cuando se deducen las metáforas encriptadas. Veamos qué nos ofrece Góngora en sus Soledades 1, 5 cuando nos relata: “Era del año la estación florida / en que el mentido robador de Europa / (media luna las armas de su frente, / y el sol todos los rayos de su pelo)”. “La estación florida, es el verano”; “mentido robador”, falso y metamorfoseado; “media luna las armas de su frente”, los cuernos del toro; “y el sol todos los rayos de su pelo”, los rayos son el atributo de Zeus quien, transformado en toro, raptó a Europa.
Como el laberinto, en el cual es posible adentrarse si uno tiene el hilo de Ariadna ─“hilo de Ariadna”, metáfora─ como lo tuvo Teseo para matar al Minotauro teniendo asegurado el camino de regreso; ciertas metáforas y enigmas necesitan el nombre que es la clave. Y el nombre que es la clave, puede marcar la diferencia entre vivir o morir, depende del saber; fue lo que le pasó a Edipo cuando descifró el enigma de la Esfinge.
De donde, tal como nos cuenta Ray Bradbury: “la ignorancia es fatal, señor Garret”, así le dijo Stendahl mientras lo lapidaba de la misma manera que había hecho Montresor con Fortunato en El tonel de amontillado. Ray Bradbury y sus Crónicas marcianas son otras alegorías que demandan una futura historia.
Maravillas de la tecnología, escuché por radio a Ella Fitzgerald cantando una canción que me encanta, pero ignoraba el nombre: It is only a paper moon / Sailing over a cardboard sea / But it wouldn't be make-believe / If you believe in me (Es tan solo una luna de papel / navegando en un mar de cartón / pero no sería un simulacro / Si tú creyeras en mí). Activo el programa Shazam del celular; en segundos sé el título, It is only a paper moon. Las creaciones artísticas dejan de ser simulacro si quienes la aprecian o denuestan, no creen en ella. Me fui por las ramas.
Quizá no. Amalia de José Mármol es un claro ejemplo: no es un simulacro si uno cree en ella. En la secundaria debimos leerla y a mis compañeros les cayó como una patada en la entrepierna; a mí me fascinó; además de ser nuestra primera novela, me pareció una obra ineludible de nuestra literatura —en 1989 la releí y agregué comentarios—. Por otra parte, nuestra lectura de Amalia estuvo matizada por las clases de Historia Argentina cuya profesora no era más derechista porque se caía de su mundo plano; curiosamente incentivaba las discusiones, respetaba nuestras opiniones y nos dejaba debatir. Algunos de mis compañeros salieron ultras ─nacionalistas o izquierdistas─. El señor es mi pastor, me hizo escéptico y agnóstico.
Un dato importante de Amalia es que su trama entrevera personajes y situaciones históricas contemporáneas y resulta una suerte de manifiesto contra Rosas. En su momento tuvo un valor que hoy perdemos de contexto ya que propone destruir la imagen del Restaurador y sus allegados. Para ello, además de enfatizar en su crueldad, lo ridiculizaba junto con su familia y entorno; y lo hace caracterizando a sus personajes a través de sus manos y, fundamentalmente, de sus pies. Pero Mármol —gentleman unitario— le perdona la vida a Manuelita Rosas, hija del tirano, y a la hermana menor de Rosas, Agustina Ortiz de Rosas, madre de Lucio V. Mansilla. No obstante, en el baile donde es invitada Amalia, la opinión de la anfitriona, la “señora de M...”, de Agustina Ortiz de Rosas es: “una linda aldeana, de brazos demasiado gruesos, manos silvestres y frívola”.
En la hipótesis de David Viñas “la literatura argentina empieza con una violación” ─insinuada en el cuento “El matadero” de Esteban Echeverría─. Para no ser menos, propongo la tesis de que la novela argentina comienza con un voyerismo fetichista por los pies, la podofilia, aunque el término no está registrado por la RAE, la podofilia nace con las letras; Tetis, ninfa y madre de Aquiles es conocida como “la de los lindos pies”.
De allí en más el fetichismo se instala en la literatura. Bellos pies y sandalias surcan la poesía épica greco latina y llegan hasta nuestros días, el de la Triste Figura no es inmune a esta “parafilia” ─como llama a este tipo de refinamientos eróticos la RAE─ cuando junto con sus amigos de aventuras reconoce (I-28) a la pastora Dorotea, que estaba disfrazada de pastor, cuando se lava los pies en un arroyo: “... que eran tales que, no parecían sino dos pedazos de blanco cristal. Sorprendioles la blancura y belleza de sus pies...”
En la primera descripción del dormitorio de Amalia leemos: “Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar del aposento, era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse de Amalia de la cama”, de ahí en más sus pies formarán parte de la descripción de su intimidad. Más adelante otra beldad, Florencia Dupasquier: “de 17 o 18 años” desciende de un carruaje frente a la casa de Encarnación Ezcurra: “Su gracioso salto dio ocasión por un momento a que asomase, de entre las anchas faldas del vestido, un pequeñito pié, preso en un botín color violeta”; para continuar con las diferencias entre buenos y malos: “Pero la joven no encontró en esa sala sino dos mulatas, y tres negras que, cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto blanca con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un soldado de chiripá punzó y botas de potro, y de una fisonomía en que no podía distinguirse donde acababa la bestia y comenzaba el hombre”.
Juan Manuel de Rosas no escapa a este “clasismo podólogo”: “Rosas se sentó a la orilla de su cama y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies sin medias, tales como habían estado entre aquellas; se agachó, sacó un par de zapatos debajo la cama, volvió a sentarse y, después de acariciar con sus manos sus pies desnudos, se calzó los zapatos”.
En este aspecto nuestra primera novela también es vanguardista del fetichismo. En abril 2003 encontré en The Strand Bookstore, la mítica librería de Broadway y la Calle 12, un libro de fotos que andaba venteando hacía años: Elmer Batters from the tip of the toes to the top of the hose (Elmer Batters desde la punta de los dedos de los pies al extremo de la media); un fetichista de pata negra. La personalidad de Elmer Batters no tenía nada que ver con su caripela que aparece en el libro; uno no desearía que la hermana o la novia se encontrasen encerradas con él en un ascensor —a mí tampoco—. Pero este tipo sólo se piantaba por pies femeninos y los fotografió durante cuarenta años, desnudos o con medias, muchas veces, parejas de chicas desnudas en actitudes softcore de amor sáfico, siempre centrado en sus pies —solo parejas, a Elmer Batters no le gustaban los tríos ni mezclar hombres—. Elmer Batters, vivió con su esposa casi cincuenta años y salía a la caza de jóvenes de lindos pies a las que invitaba a sesiones de fotografía en su casa; las niñas acudían acompañadas de sus novios o amigas; él fotografiaba y su esposa preparaba sopitas o cenas. A veces las modelos —o novios— insistían en que se dedicara a los codiciables tetas o culos. Elmer Batters era inflexible y realizó centenas de tomas desde mediados de los '40 a mediados de los '80. Lo gracioso es que, en estados de su país, las fotos fueron consideradas pornográficas y no las de tono lésbico sino las de pies, desnudos o con medias con costura o las de los zapatos de tacón colgando de la punta de los dedos. Actualmente pautado en códigos fetichistas: heel popping, toe dangling, feet dipping, toe cleavage.
Vuelvo al baile en la novela de Mármol, la conversación de Amalia con “señora de M...”: “Yo se lo explicaré a usted: son hombres de pies anchos y botas cortas ¿se ríe usted? / De la ocurrencia, señora. / Pues esa es la primera señal de la clase a que esos hombres pertenecen. Oh, de esos no había por cierto en nuestros pasados bailes, ¡Botas en un baile!”
Pienso, ahora que está de moda reescribir clásicos de nuestra literatura con improntas sexuales: Martin Fierro bujarrón o su mujer tortillera, no hacer otro tanto. Me inspiraría en fotos y estética de Elmer Batters. Amalia y Florencia Dupasquier —las imagino del llamado “pie romano”; en código de podofilia: rasgo de personas lujuriosas—; en dúo, retozando y magreándose, ahora con escenas de sexo hardcore.
Dos semanas atrás tuve una caída en una vereda. Aterricé con la cara, feo golpe con el frontal derecho y el pómulo del mismo lado. Mientras me ayudaban a incorporarme, atontado por el impacto, lo primero que pensé fue que me había roto los dientes. Tengo cabeza dura y afortunados dientes. Me repuse y volví a casa con un fuerte dolor en la punta del dedo corazón de la mano izquierda.
El dolor persistía y dos días después vi al traumatólogo que me atiende de un esguince en el hombro; me revisó, era un problema de distensión del tendón pero, por las dudas, me hizo sacar una insólita radiografía frente y perfil del dedo. Placa en mano confirmó el diagnóstico, proteger la articulación con una curita; el dolor se iría en un par de semanas y solo tendría problemas para dactilografiar. Intrigado, me mostró la placa, señaló la punta de la falange y me regaló dos palabras porque, como buen colombiano, es dueño de todos vocablos de nuestro idioma. El primero, falange distal o punta del dedo.
El segundo, una revelación; fue, nítida: una mancha redonda, justo debajo de la uña, que se veía negra y contrastaba con el blanco del hueso, “un óculo es extraño, ¿tuvo algún accidente previo en ese dedo?”, dijo. Le respondí que no recordaba y pregunté qué era esa palabra: “un pequeño agujero”.
En casa, la RAE fue más explícita e inspiradora: “Del lat. oculus: ´ojo´: En arquitectura, ventana pequeña redonda u ovalada”.
Traté de recordar la historia traumática del dedo; di vuelta la mano y vi el pulpejo de la falange distal; una olvidada y borrosa cicatriz me llevó en el tiempo: Mendoza, mediados de la primaria, como mis amigos, ya veterano ciclista, aceito el piñón de la cadena y me atrapo el dedo. Mi madre me libera de la trampa dentada, ignora mis alaridos, acomoda parte del pulpejo destripado, con el cabo de la aguja de crochet que estaba usando. Lo desengrasó con Espadol, lo vendó y me llevó a la farmacia. Este recuerdo hizo aflorar otros óculos, ahora literarios.
El primero, iluminado por la novela inédita de mi amigo Jaime Correas, un personaje real, Phineas Gage, quien, preparando un barreno en una cantera, provocó una explosión prematura, la broca saltó del agujero, le entró por el lado izquierdo de la cara, pasó por debajo del ojo y salió por la parte superior de la cabeza. No obstante, sobrevivió y, con trastornos de conducta, sobre todo en percepciones temporales del pasado, llevó una vida normal.
El segundo óculo, ahora literario, es el del oficial SS Maximilian Awe, protagonista de Las benévolas de Johatan Littell. Herido en la cabeza durante el sitio de Stalingrado, Maximilian es evacuado, luego de una larga convalecencia, se recupera y reflexiona sobre su proustiano tiempo recuperado.
Al mirar la cicatriz en el pulpejo y evocar la radiografía con imagen oculta del óculo, como a Max Awe, acudieron una parva de recuerdos. La casa donde vivíamos, Bandera de los Andes 2447, cuadra infinita a mitad de camino entre Cañadita Alegre y Sarmiento que por aquellos años llamábamos Los Corredores. En Cañadita Alegre era un paseo frecuente visitar la casa del compositor Hilario Cuadros, ya fallecido. Creo recordar dos o tres ancianas; se decía que eran sus hermanas, vestidas de negro, sentadas en sillas de totora al lado de un brasero. La asociación de ideas no es casual, porque las letras de dos de la piezas icónicas de Hilario Cuadros eran conocidas de memoria por casi todos: las cuecas Los sesenta granaderos y Cochero ´e plaza.
Cuando despertó de su coma, Max Awe vio que su oculto óculo capital lo llevó a recuperar su pasado olvidado, y a partir de eso organizar su presente, ahora con otros valores y ritmos.
De la misma manera, mi oculto óculo digital me llevó a organizar el mío. Porque parte de la letra de Cochero ´e plaza cuenta la historia de un pasajero que le pide al auriga que lo lleve a casa de su comadre Paulina, “que vive en la vereda alta”, donde se celebrará una fiesta y los manjares que los esperan, sabores que procuro cuando vuelvo a la provincia: Allí le iremos pegando a la cazuela, empanadas / Tortitas con chicharrones y aceitunitas sajadas / A los huesitos picantes al vinito y la pichanga. Uno me lleva al otro lado de la cordillera, Chile, patria de la pichanga, afincada en la Mendoza de mi infancia por los años del accidente con el piñón de bicicleta.
En Santiago, el tío Nene, era fanático de las pichangas a las que agregaba ají verde picante cortado en finas tiras, condimento caro a los chilenos, no utilizado del otro lado de Los Andes. Como la feijoada brasileña en sus orígenes, la pichanga fue comida de gente de bajos recursos; en este caso, creación de los almaceneros para aprovechar los restos de fiambres que, por su tamaño, no podían ser vendidos por rebanadas. Restos a los que le añadían queso, aceitunas y encurtidos para luego vender al peso. La pichanga hoy sería la picada o ingredientes que suelen acompañar a un vermut o cerveza. Pero no es lo mismo.
Porque la pichanga es un plato en base a restos que, armonizados, forman, otra cosa, con otros valores y ritmos. Como la literatura o la música. Como los viajes del marino Rimsky Kórsakof que aunaron sus experiencias en el clíper Almaz en Europa en composiciones musicales.
Interrumpí lo que estaba escribiendo, escuché y vi por YouTube Capricho español donde Rimsky Kórsakof reunió todas sus vivencias sonoras recogidas en su escala en la península, desde el Cantábrico al Mediterráneo. El comienzo de violines, lanzando uno de los temas principales en un solo de clarinete, luego retomado por oboes y fagot para concluir en una pichanga auditiva que no es música de España, sino música rusa sobre un tema español.
Como estos recuerdos cifrados en mi oculto óculo digital en estas líneas; aderezados, no con finas tiras de ají verde picante, sino por un solo de clarinete.