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Escritor Argentino

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Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de  artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.

Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).

Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.

Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.

Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.

 

ULTIMAS publicaciones

1 Diario de marear Perdidos en Estambul.
2 Notas de Joe Turner Hormigas cabezonas y apofenia
3 Homo legens Dal Masetto y Washington Irving
4 Diario de marear El náufrago sin isla
5 Notas de Joe Turner Shibboleth
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13 Diario de marear Amalia fetichismo du temps jadis
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16 Galeria Danilo Albero Vergara y Adriana Gayet
17 Galeria Homenaje a Noé Jitrik 47 Feria del libro 2023
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19 Galeria Inauguración 2023 Feria del libro
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22 Homo legens Percances de una traducción
23 Galeria Beatriz Colombi. Diccionario de Términos Críticos de la Literatura y Cultura Latinoamericana.
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26 Notas de Joe Turner El papel impreso prevalece
27 Diario de marear Nocturnalia
28 Homo legens Funcionalidad, forma, contenido
29 Diario de marear Balas de plata
30 Notas de Joe Turner Otros viajes

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Perdidos en Estambul.
Perdidos en Estambul.
La primera impresión de Alí fue que es un sosías de Robert de Niro; pero no se lo dije ese miércoles de febrero cuando, luego de el primer desayuno en el hotel, nos conocimos, sino dos días después.
Tuve mis razones: no teníamos algún tipo de confianza y quería confirmar esa primera impresión acerca del parecido; esperé escrutarlo con discreción. Disimulado para mirar no es mi fuerte, Beatriz me repitió que soy absolutamente descarado. “Ojo de fotógrafo" o de escritor, que es lo mismo, de ninguna manera soy un “descarado”. “Nyet”, responde la bella, “fisgón y descarado”. Aludía a que la cautela para mirar o escuchar a quien o a quienes, me llaman la atención no es mi fuerte, y ahora, con Robert Alí de Niro, debía ser más que cuidadoso, primer viaje a Turquía y no conocíamos las costumbres ¿cómo tomaría mi actitud de fisgón?
Luego de dos días de ojearlo ─cuidando de no aojarlo─ desde distintos ángulos y escorzos estaba convencido, no solo de los rasgos sino en los gestos: Alí no es “un”, es “el” sosías. Más todavía, escribo estas líneas y diría que Robert de Niro a su vez es Alí; y de verlo, el actor creería estar frente a un espejo. El viernes, estaba roto el hielo y Robert Alí de Niro resultó un conserje fino, tan observador como yo; cuando vio que no estábamos interesados en hacer compras y sabíamos lo que queríamos ver y dónde ir, nos reveló lugares, cortadas y pequeños recovecos en las proximidades que nos podrían interesar.
“Oui, oui pas d'achats, yes, no purchases”, decía saltando del inglés al francés cuando nos marcaba en el plano de la ciudad puntos y rincones que no podíamos pasar por alto. Nomas romper el hielo, nuestro concierge resultó tan irónico como su doble ─idéntica risa leve y franca enfatizando la comisura de los labios y arrugando el entrecejo─. El viernes mismo nos dio letra cuando pedimos instrucciones para ir el domingo a la minúscula iglesia de San Salvador en Chora, que si bien nos interesaba, sabíamos que no era un recorrido procurado por turistas alienígenos.
Consultó por internet, imprimió un plano, indicó en el mapa de la ciudad y abrochó el mapa a su impreso. Ofreció conseguirnos un taxi y pedir presupuesto para llevarnos, esperarnos y traernos de vuelta al hotel. Dije que preferíamos ir en transporte público: ¿are you sure; êtes-vous sûrs?, y esbozó la sonrisa de su doble, dijimos que sí. Alí de Niro volvió a su risa leve y franca, nos indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus de Eminonu, cuáles nos llevaban y también que era tarifa única.
Recién entonces comenté del parecido: “Not bad, he’s a number one”. Los hechos le dieron en parte la razón, la ida a San Salvador en Chora no fue problema; el problema fue volver. Nos perdimos buscando un ómnibus hasta que dimos con un taxi, pero ya estábamos experimentados en perdernos en Estambul.
La primera vez que nos extraviamos, y mal, al borde de una angustia estimulante pero no por eso menos angustiosa, fue el primer día de estadía, luego de haber conocido a nuestro Alí de Niro. Difícil olvidar la primera visión de la ciudad, ni bien nos hospedamos fue la vista panorámica desde el comedor del hotel, en el último piso junto con el primer desayuno turco, del cual excluimos la sopa. A nuestros pies, los barrios de Sirkeci y Eminonu, al fondo el Cuerno de Oro; a la derecha, el Bósforo y más allá, borrado en el horizonte como un espejismo, se intuía el mar Negro; más atrás, a la izquierda, pasando el Cuerno de Oro, Benyoglu, Pera y la Torre Gálata. Una mampara corrediza con ventanal separaba el comedor de la terraza, refugio de fumadores y de gaviotas; un par de pedigüeñas asiduas, golpeaban el vidrio con el pico reclamando comida. Luego del desayuo le dejamos las llaves a Robert Alí que nos ayudó a ubicarnos en el mapa en el barrio donde estábamos; de inmediato el primer dato geográfico y demanda logística: dónde comprar una botella de vino para la bella y una de raki para mí.
Guardadas las botellas en el cuarto, empezamos el primer recorrido previsto, una pasada para ver las distancias reales de caminata o tranvía ─los mapas suelen ser arteros─ para marcar los horarios de visita a Topkapi, la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Noté que el camino que seguimos es el mismo del trazado ─ida y vuelta─ de una línea de tranvías. Con los cronogramas de visitas ajustados, continuamos con el plan ya armado en casa antes de partir; la cola para entrar a la Cisterna Basílica nos hizo dejar para otro día las dos columnas con la cabeza de Gárgola invertidas de base. Seguimos hasta el Gran Bazar y, luego de recorrerlo resolvimos salir por el lado opuesto de donde entramos y de allí volver. Para nuestra sorpresa vemos que estamos a la vista de la mezquita Azul, “nos perdimos en el Gran Bazar”, y apuntamos a la Mezquita Azul porque de allí ya sabíamos cómo regresar al hotel.
Nos volvimos a extraviar y preguntamos en un negocio; sabemos que el inglés y el francés ayudan cuando uno no habla turco. “No english, no turkish; russian or greek”, balbucea un vendedor, su voz suena en nuestros oídos como el canto del almuédano, vueltas, vueltas, vueltas y vueltas y llegamos a la mezquita, pero no era la Azul, la Sultan Ahmet, era la Sülemayniye, la de Solimán.
Desde las alturas, en el medio de la angustia creciente atiné a tomar, desde la terraza del patio, un par de vistas panorámicas del Cuerno de Oro. Ahora, como la vista del mar a los espartanos de Jenofonte, el Cuerno de Oro nos tranquiliza, llegando a su ribera sería fácil encontrar el camino del hotel. Fácil pensarlo; hacerlo, no. Los interlocutores que cruzamos, la gente y los policías sólo hablaban turco. La angustia cedió paso a la impotencia. Entendían dónde queríamos ir cuando mostrábamos el mapa; no entendíamos las explicaciones; entendían que no nos podíamos comunicar; con mutuos gestos de impotencia, encogiéndonos de hombros, nos despedimos luego de cada consulta infructuosa.
Recordé a los 10.000 de la Anábasis y el grito que Jenofonte escucha cuando la avanzada baja del otro lado de una colina y ve el mar, las voces de júbilo resuenan hasta hoy al leer el libro. Un recuerdo lleva al otro, ¡las vías del tranvía! Mapa en mano, la pregunta cambia “¿tranway please”, “¿tranvai?”, “evet”, una de las pocas palabras que sabíamos en turco y afirmábamos con la cabeza. Como Judá León, que era rabino en Praga, tranvai, fue el Nombre que es la Clave. Ya en las vías, la segunda palabra, fue el “Sésamo ábrete” ¿Topkapi? Quince cuadras después estábamos en el cuarto del hotel.
La botella magnum de raki duró justo seis días ─un invento mío sin patentar, mezclado con agua caliente es como un grog y acompañado de confituras turcas vale por un cuento de Scherezade─. Ni idea como se dice sacacorchos en turco, tampoco ganas de salir a buscarlo. La botella de vino nos acompañó sin abrir hasta Sicilia, una semana más tarde.
 




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Hormigas cabezonas y apofenia
Hormigas cabezonas y apofenia

Hace añares, en una entrevista a Mario Vargas Llosa le preguntaron por el hecho más trascendente de su vida, su contestación fue borgeana: “cuando aprendí a leer”; la respuesta me caló hondo. Por aquellos entonces tenía la idea de que leer nos hace personas; mucho más mejores personas.

Como todas las verdades, las mías lo fueron a medias, algunas culturas, carentes de escritura, sobrevivieron en base a tradición oral dejándo registros, aún vivos, de sus historias, leyendas y cosmogonías.

Hoy me resulta evidente que las lecturas de Hitler, Franco y Pinochet no los hicieron personas mejores: “cuando oigo la palabra cultura saco mi revolver” es atribuida a cuanto reaccionario ha pisado ─o pisa─ la tierra desde mediados de los ’30 del siglo pasado. Siguen las dualidades en torno a la lectura, el “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” de Millán Astray tuvo la respuesta de Unamuno: “¡Viva la muerte!... Suena lo mismo que ¡Muera la vida!… El general Millán-Astray es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni sirven de norma.”

De donde es evidente que leer es un sucedáneo del Bálsamo de Fierabrás que consumió el de la Triste Figura, a unos los cura, a otros, intoxica.

A partir de la última década del siglo XX, el hábito de la lectura, se desplazó del papel a la pantalla del computador y de allí al celular. Difícil viajar en un transporte público sin ver a la mayoría del pasaje enfrascado “leyendo” textos o imágenes. Hábito que ganó un neologismo: “nomofobia” ─no incluido en la RAE─ derivado de nomophobia, para los diccionarios Webster y Collins “no-mobile-phone phobia” o temor irracional a quedar sin teléfono móvil. Padezco esa fobia.

Tengo el móvil encendido hasta el momento de dormir; lo activo al despertar. En el primer caso, porque no puedo leer algo y quedarme con la duda de una palabra ─hecho histórico, geográfico, biográfico o artístico─ que ignoro, caso contrario no puedo seguir leyendo. En el segundo, porque lo primero que hago al despertar es consultar el clima y luego hojear diarios.

El viernes 14 de junio, en mi cotidiana lucha de levantarme o seguir acostado, leí en la pantalla un titular de Deutsche Welle que me dio el título ─imposible de no leer la noticia─ y la idea de esta nota: “Leones comen menos cebras por culpa de las hormigas cabezonas”; ignoro si las hay microcéfalas.

Como sea, las hormigas cabezonas son originarias de alguna ínsula ─no Barataria─ del Océano Índico. Así como las ideas y las artes se dispersan más allá de sus fronteras, estas cabezonas llegaron hasta las llanuras de Kenia; allí, los elefantes no comían las hojas de acacias espinosas porque las hormigas nativas, en relación simbiótica con las plantas, merodeaban por las ramas y les picaban la trompa ─Mao Tse Tung, el gran timonel, reflexionó: “una hormiga no puede matar a un elefante, pero se lo puede comer”, los proboscidios kenianos dan fe─. Pero, llegaron las hormigas cabezonas y empezaron a matar a las nativas, los paquidermos, ahora felices, incorporaron a su dieta las hojas de acacia.

La historia, al estilo de la comedia de enredos del Siglo de Oro, continuó, complicada, enrevesada e ingeniosa, con finales inesperados. Porque los leones keniatas se ocultaban, al acecho entre el follaje de las acacias espinosas, para cazar cebras, ahora no pueden. Desarrollaron otras tácticas, cambiaron de dieta y empezaron a perseguir búfalos. La población de cebras ha aumentado y pone en riesgo el hábitat de jirafas y rinocerontes negros, éstos en peligro de extinción.

Esta continuidad de sucesos de este relato ecológico lleva a otro concepto ─de nuevo no incluido en la RAE─ que puede ser aplicado a la narrativa: “apofenia”; del griego apó (separar, alejar) y phaínein (aparecer o manifestarse como fantasía). Esta experiencia de ver conexiones de la realidad con sucesos imaginarios o aleatorios, es una de las maneras como se articulan las historias del que luchó contra molinos de viento, y su empleo del Bálsamo de Fierabrás.

En la primera parte de la novela, el Gracioso Hidalgo le explica a Sancho que esta pócima milagrosa “Es un bálsamo de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Ansí, cuando yo le haga, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, con mucha sotileza, y al justo, une las partes. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana”.

En el capítulo XVI, como consecuencia de la pelea a oscuras del Quijote, Maritornes, el arriero, Sancho y el ventero; y de la aporreadura recibida junto con su escudero, el de la Triste Figura, para reponerse de las contusiones, elabora el mejunje y lo bebe. De resultas: “comenzó a vomitar, de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo… que se tuvo por sano y verdaderamente creyó que había acertado con el Bálsamo de Fierabrás”.

No pasó lo mismo con Sancho cuando lo tomó: “En esto hizo su operación el brebaje y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales…”.

Los senderos del señor son inescrutables; cuando busqué en la RAE por Internet nomofobia, no figuraba, y me dio un término que podía estar relacionado nosofobia: fobia a las enfermedades contagiosas. La apofenia me llevó de vuelta a las hormigas cabezonas, al Quijote, y al bálsamo de Fierabrás. Todo un relato.

Mi querido amigo Omar Lopez Mato, oftalmólogo y polígrafo llama a estas derivas “cultura inútil”, aunque aclara que la cultura no es inútil. En su caso esta definición es su fuente Castalia donde abrevar temas e inspiración, porque lo más difícil en el arte de escribir es encontrar de qué escribir. Las Musas saben de esto.

 

 





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Dal Masetto y Washington Irving
Dal Masetto y Washington Irving

No recuerdo cómo me las ingenié para contactar a Dal Masetto. Yo había visto la película Hay unos tipos abajo, de la cual fue coguionista y tuvo un cameo en la escena del tren; trascartón devoré la recién editada Siempre es difícil volver a casa y se la recomendé a un querido ex profesor, Rodolfo, con quien compartimos la expulsión masiva de la UNC con el golpe del ’76.

Ese 1985, Rodolfo Borello, radicado en Canadá, vino a pasar su año sabático en Buenos Aires; ni bien nos vimos le recomendé Siempre es difícil…. Cuando la terminó coincidimos en que, en la pelea entre centauros y lapitas librada en torno a cuál era ─por aquellos años─ el mejor escritor argentino, Antonio los podría arrear con las riendas a los otros dos en disputa, me fui por las ramas.

Antes del primer encuentro con Dal Masetto, lo seguía por sus notas en “El periodista”, ni bien acabé con Siempre es difícil… rastreé otros libros suyos: Siete de oro y Fuego a discreción. Cumplido el rito iniciático, me puse en campaña para contactarlo; nos encontramos en el bar El verde. Como era de esperar, empezamos hablando de Siempre es difícil volver a casa y expuse mi impresión sobre ella. Leí una metáfora de las masacres de la dictadura militar y el opio de los pueblos de un final de fútbol parecido a un final de básquet; la plaza de Mayo repleta agradeciéndole a Videla por la goleada y, años después con la plaza también repleta, vivando a Galtieri.

Antonio me escuchó, se encogió de hombros, esbozó aquella sonrisa leve que lo caracterizaba, apaciguadora como un Dry Martini bien helado y con cuatro aceitunas en el anochecer de un día agitado. Sacudió la cabeza en un gesto ambiguo, y no supe si era por considerarme un diabólico genio de la crítica o un pelotudo seráfico; fue un oráculo tan enigmático como el de una pitonisa. Siguió la pregunta naïf que ─Homero dixit─ “se escapó del cerco de mis dientes”: ¿cómo hacía para escribir una columna todas las semanas?, ¿en qué Fuente Castalia bebía? “Es práctica, ya te vas a dar cuenta”.

Hoy lunes 3 de junio de 2024, escribo estos recuerdos y pienso, a propósito de aquella sonrisa de Giocondo en El verde, en los versos de Cervantes cuando cuenta de su imaginario viaje con una caterva de poetas: “Llegóse en fin a la Castalia Fuente / y en viéndola, infinitos se arrojaron / sedientos al cristal de su corriente. / Unos no solamente se hartaron, / sino que pies y otras cosas / algo más indecentes se lavaron”. También que, en aquel primer encuentro, a propósito de su novela, me contó que tenía en mente la continuación; “algo así como la venganza del conde de Montecristo”.

Fiel y espaciada, la relación continuó, me visitó un par de veces en la librería, luego dejamos de vernos y hablarnos durante mucho tiempo. Pero Antonio resultó memorioso como Funes. Dieciséis años después de la primera cita en El verde, recibí un sobre con el resultado de su inspiración en El conde de Montecristo, Bosque con la dedicatoria: “Para Danilo Albero-Vergara, un fuerte abrazo. A. Dal Masetto”; le agradecí por teléfono y tuvimos una larga conversación. Nueve años más tarde el cálamo de Antonio fue más locuaz, “Para Danilo Albero-Vergara, un abrazo amistoso de Antonio Dal Masetto. 2010.", la dedicatoria en La Culpa; otra charla por teléfono y la promesa de juntarnos; como en casos anteriores, sólo fue promesa.

El martes 3 de noviembre 2015 leí en la contratapa de Página 12 “In God we trust” y, en la volanta la aclaración de que Antonio había fallecido el día anterior. El relato me recordó al cuento de “O anel de Polícrates”. En donde Machado de Assis relata la historia de Xavier que ve, desde la ventana de su casa, pasar a un jinete cuyo caballo se encabrita, sin embargo, la habilidad ecuestre del desconocido hace que el caballo retome el paso. A partir del incidente, Xavier piensa en acuñar una sentencia “La vida es un caballo chúcaro”, y acrecentó, “quien no es caballero, que lo parezca”, de inmediato fabula que esa reflexión se vuelva un dicho popular. Al día siguiente, como al pasar, se la dice a un amigo, semanas más tarde la escucha en el diálogo en una obra teatral; y, pocos días después, en la declaración de un político en el titular de un diario.

Con Xavier se repitió la historia del rey Polícrates quien, por su buena suerte, tuvo el desagradable presentimiento de quedarse sin ella y consultó un adivino; éste le vaticinó que, para conjurar sus presagios y ahuyentar la mala fortuna, se desprendiese de su objeto de valor más querido. Polícrates optó por una sortija de oro con una esmeralda; fue al puerto, ordenó a un pescador que lo llevara mar adentro y la arrojó a las olas. Días después, otro pescador atrapó un pez enorme de carne muy preciada y decidió obsequiarlo a Polícrates a cambio de una recompensa. Cuando los cocineros se dispusieron a guisar al pescado encontraron en su estómago el anillo arrojado al mar.

El domingo 26 de mayo de este año leí en Página 12 una nota publicada por Antonio Dal Masetto, “Lechón”, publicada el martes 4 de marzo de 1997, por similitudes caninas con nuestro presente. “Lechón” es el relato de una persona que cena cerdo asado a sabiendas que le puede provocar pesadillas. Cuando despierta tiene la barba hasta las rodillas y una pila de cuentas impagas bajo la puerta. Se afeita, sale a la calle y ve propagandas por todas partes “Con elquetedije repitiendo todo el tiempo: Síganme que no los voy a defraudar. Y abajo la leyenda: Presidente 2400”. Entra a un bar, pide un whisky y engrupe al mozo con la historia de que ha estado internado varios meses por un ataque de amnesia y si le puede explicar la propaganda. El mozo le cuenta que, hacia finales del siglo pasado se perfeccionó la técnica de clonado de animales y elquetedije, logró hacerse clonar.

En 1819 Washingon Irving publicó “Rip Van Winkle”, la historia de un hombre que se durmió en una cueva. Despierta con una barba de tres pies de largo, vuelve a su pueblo para encontrarse con su hijo ya crecido. Como en “O anel de Polícrates”, la historia retornó en “Lechón”.

Una frase de Washington Irving le ajustaría, como anillo, y no de Polícrates, al dedo del entrañable Antonio Dal Masetto y a sus inolvidables diálogos, “A sharp tongue is the only edged tool that grows keener with constant use”.

 

 





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El náufrago sin isla
El náufrago sin isla

El náufrago sin isla

 

En el canto XI de Odisea, Ulises y sus compañeros dejan la primera escala tras la caída de Troya en el regreso a la patria, la isla de la ninfa hechicera Circe. Tras zarpar, obedecen los designios de Circe, descienden al Hades reino de los muertos en el país de los Cimerios, y parten rumbo a Ítaca. Una serie de imprevistas desventuras los llevarán a nuevos destinos, donde Ulises perderá a  los camaradas antes de llegar a la isla de la ninfa Calipso. Luego de permanecer siete años allí, emprende el regreso en una balsa. Vuelve a zozobrar, ahora en la isla de los Feacios, quienes lo llevan a Ítaca.

Luego de abandonar Troya, Ulises, ha recalado en la isla de los Lotófagos, de ubicación imaginaria en algún lugar de Libia; isla de los Cíclopes, habitada por Polifemo, no identificada; la flotante Eolia, en el Mediterráneo, morada del dios de los vientos; isla de los Lestrigones, de dudosa ubicación en algún lugar del Mediterráneo, isla Eea, propiedad de Circe, al norte de Sicilia; país de los Cimerios, ubicación incierta o al oeste de Nápoles o península de Crimea; isla Ogigia, morada de Calipso, más allá de Gibraltar en el océano Atlántico; isla Esqueria donde habitan los feacios, también en el Atlántico.

Todas estas islas reciben al de multiforme ingenio, quien, como el protagonista de El náufrago sin isla (editorial Interzona) novela de Guillermo Piro, ganadora del Premio 2024 de la Feria Internacional del Libro, sólo desea llegar a su destino. Con desenvoltura de un aedo, narrando en primera persona una gesta, Piro trama su relato en un estilo discurrente como una corriente oceánica.

A principios del siglo XVII, el protagonista de El náufrago…, Salvador, primogénito de una familia noble napolitana, tiene una exitosa carrera como abogado, pero llamado por la fe y contrariando los designios de su padre, se ordena sacerdote. Resuelve ir a catequizar en Batavia. Junto con Eleodoro, otro clérigo, se embarcan en un navío holandés que los llevará a su destino en las Indias Occidentales Neerlandesas.

Antes de llegar a Sudáfrica, Eleodoro tiene accesos de insania que obligan a mantenerlo encerrado en su camarote. Las tripulaciones de antiguos veleros eran tan propensas a supersticiones como al escorbuto, así, pese a los intentos de Salvador, el capitán y pocos tripulantes fieles, Eleodoro es asesinado a golpes y arrojado al mar. Los temores de la marinería ahora se desplazan a Salvador, sospechado de causar los ataques de locura de Eledoro, y temen ser contagiados por sus poderes maléficos. No obstante las mediaciones del capitán y sus leales, hay un motín en ciernes. En el océano Índico, Salvador es abandonado en un bote con reservas de agua y provisiones.

Luego de días a la deriva, agotadas vituallas y agua, sobrevivirá pescando con un arpón improvisado. Las corrientes marinas lo llevan hasta un islote, un volcán emergente, donde atraca y bojea durante semanas esperando corrientes que lo alejen; sin parar de erupcionar, la diminuta ínsula desaparece en medio de explosiones y no deja rastros de su existencia.

Omne vivum ex ovo, por más que el autor lo soslaye, literatura y arte nacen de literatura y arte, presentes o latentes en su creación; en algún momento pueden emerger, al igual que una isla de origen volcánico o los sueños. Guillermo Piro, prolífico traductor del italiano, entre otros de Emilio Salgari, no puede evitar que su protagonista sea heredero del sino de Honorata de Van Guld ─coincidencia de su nacionalidad con la colonia del destino buscado por Salvador en su misión evangelizadora─. Ella es amante del Corsario Negro, hasta que éste se entera que es hija del asesino de sus hermanos, el flamenco gobernador de Maracaibo, y la abandona a en una chalupa.

Antes de Salgari, tras la huella de Homero, Luciano de Samosata en el siglo II de nuestra era, nos deja relatos que habrán de continuar con náufragos e islas imaginarias. Lo sigue El viaje de San Brandán, del siglo XII, el protagonista es un monje irlandés del siglo VI, de existencia real que, en un curragh, acompañado de otros tripulantes habría llegado en su misión evangelizadora hasta las islas Feroe, Islandia o Terranova. Antes recaló en una desconocida isla en la que se encuentra, deshabitado, el Paraíso. San Brandán fue desterrado del santoral hace siglos, por considerar que el relato es una fábula; los considerandos eclesiales pasan por alto que la mayoría de los casi 10.000 aceptados en el paraíso de los santos entran en la misma categoría; sólo sustentados por la fe de sus devotos.

La leyenda de san Brandán, continuó viva hasta el siglo XVII y su isla inexistente fue disputada por los reyes de Portugal y España; Magallanes y sus pilotos, al llegar a la actual bahía de Samborombón, convencidos de que su origen fue un desprendimiento de la isla inexistente del santo, bautizaron su hallazgo bahía de San Borondón, de allí su nombre evolucionado al actual.

Siguen los náufragos en islas imaginarias, entre otras, la de Robinson Crusoe, Isla del tesoro y tres novelas de Julio Verne. Todas con el tema de un abandonado en castigo, o el hundimiento de su navío. Solo recuerdo un antecedente del siglo XX, El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954), ahora un grupo de niños. En el cine, una, cuya historia se podría ver como precuela de la novela de Guillermo Piro: Náufrago (Cast Away, 2000); aquí Chuck ─Tom Hanks─es el alter ego avant la lettre de Salvador en El náufrago sin isla. Otra, previa a la aventura de Chuck, Infierno en el Pacífico (Hell in the Pacific, 1968) con dos protagonistas, los inmensos Toshiro Mifune y Lee Marvin. Ninguna, de estas historias aborda un naufragio en épocas pretéritas, tema dado por agotado a mediados del siglo XIX.

Omne vivum ex ovo, tras el hundimiento de su isla volcánica y semanas de navegación, Salvador recala en un lugar próximo a su destino original en las Indias Occidentales Neerlandesas, se reencuentra con su barco, ahora con nueva tripulación y con el capitán. De regreso a casa intentarán en vano ubicar algún rastro de la isla. ¿Sólo sobrevivirá en su relato?

Ovidio en Metamorfosis, ubica en Cimeria la morada de Hipnos, dios de los sueños que tuvo una muchedumbre de hijos, a los cuales recurren los dioses a la hora de enviar sus designios, de ellos se destacan: Morfeo, imitador de la figura humana, remeda el timbre de voz, manera de andar y vestimenta; Icelón que se convierte en todo lo animado no humano, reptil, fiera, insecto, pez o ave; y Fántaso, que con artimañas diferentes, asume la forma de todo lo carente de aliento vital, tierra, roca, agua, madera, fuego.

Dentro de la narrativa anacrónica y revitalizada de El náufrago sin isla, cabrá preguntarse si Salvador, en su viaje a Batavia, luego del asesinato de Eleodoro, temeroso, no cayó en las redes de Hipnos y su prole e imagina la historia que habrá de contar a su regreso. Los lectores, agradecidos.



 


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Shibboleth
Shibboleth

Pese a los premios cosechados, no he visto ─ni creo que lo haga─ la película Los cazafantasmas, mucho menos su remake. Pero me identifico con una idea: soy cazador de palabras.

Desde el origen, las palabras identifican y diferencian, amigan o enemistan a “civilizados” y “bárbaros”, las comillas no son fortuitas, depende de qué bando venga la discriminación y esta actitud viene desde las etimologías. Bárbaro deriva del griego antiguo barbarós, onomatopeya con la que los contemporáneos de Pericles diferenciaban a quienes no hablaban su idioma, o no lo hacían bien, incluidos a los que vivían en sus ciudades, los metecos. Que los griegos, con este gálibo fonético, estigmatizaran, entre otros: a egipcios, persas y fenicios muestra, desde el gregarismo, el valor de los vocablos; incluyen o excluyen.

Pero a su vez, las palabras combinadas en frases permiten otras maneras de identificar lo bueno de lo malo, o ignorado. Son aquellas cuyo mensaje oculto no entendemos, aunque entendamos lo que dicen, porque transmiten algo inextricable, imposible de descifrar. Este secreto es lo que, muchas veces, llamamos seña y contraseña; no es su único sentido. Seña y contraseña también pueden ser una clave; en teoría descifrable. Poe reflexionó sobre ellas en “El escarabajo de oro”, el protagonista se enfrenta a un criptograma y lo resuelve partiendo de una lógica: lo que una mente puede codificar otra lo puede decodificar. No es el caso de seña y contraseña o mensajes en código.

La película El día más largo del siglo (1962), cuenta los prolegómenos y primera jornada del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944. Los alemanes, que están esperando el desembarco, no saben lugar ni fecha e intentan descifrar sus mensajes en código; el más importante, transmitido por la BBC la noche del 4 de junio de 1944, fueron las primeras líneas de Chanson d'automne de Verlaine: “Les sanglots longs / Des violons de l'automne / Blessent mon coeur / D'une langueur / Monotone”. Los tres últimos versos de la estrofa: “Hieren mi corazón / Con una languidez / Monótona”, alertaban a los jefes de la resistencia que la invasión comenzaría en las próximas 24 horas y debían preparar a su gente para atacar a los alemanes de manera masiva. El próximo mensaje de la BBC en código llega poco más adelante en la película: Jean a un long moustache; el Día D ha comenzado; la resistencia sale a combatir.

No sólo la manera de hablar; ropa y modales pueden ser rasgos distintivos y discriminatorios. Estos conceptos son el argumento de Pygmalion, la comedia de Bernard Shaw; en ella, el profesor Higgins metamorfosea a la tosca florista Elisa Doolitle en una dama por el solo hecho de enseñarle a vestir y hablar correctamente como ─se supone─ debían hacerlo las damas de clase alta. Imposible olvidar la adaptación de la comedia musical llevada al cine con el título Mi bella dama (My Fair Lady, 1964), cuando Audrey Hepburn vestida como una lady, logra deshacerse de su pronunciación cockney, de los bajos fondos del East End londinense y canta, delante de Rex Harrison, aquellas palabras que son su shibbóleth: The rain in Spain stays mainly in the plain.

He vuelto a ver esa escena de Mi bella dama en Youtube, música y letra son bellísimas; otro lenguaje, el body talking: estética y coreografía son las que chirrían y ahora es una suerte de cockney visual. En otras palabras, vista a la distancia, en lo que hace a su lenguaje corporal, Mi bella dama, es una película meteca y su body talking es algo que los griegos llamaron de bárbaros.

De esta manera, seña y contraseña son llaves que nos abren el mundo a nuevas realidades, como el “Sésamo ábrete” que permitió el acceso a la cueva del tesoro a Alí Baba y, luego, a su hermano Kassim, quien, enterado de estas palabras secretas, logra entrar a la caverna. Pero, al momento de salir con sus burros cargados de riquezas, Kassim las olvidó ─además de codicioso era desmemoriado─, en realidad recordaba “ábrete”, pero no la primera, intentó en vano con todas las semillas que recordaba, menos “sésamo”, que es la clave, y quedó encerrado; para su mal, porque cuando llegaron los ladrones le cortaron la cabeza y perdió la memoria definitivamente. Quizás Kassim podría haber dicho otra palabra mágica, a la que acudía un héroe de historieta, el niño huérfano Billy Batson que se transformaba en el Capitán Marvel ─una especie de Superman─ cuando la pronunciaba: “Shazam”. El conjuro Shazam tenía su miga; otorgaba al canijo Billy ─además del porte de un físico culturista y un atuendo bastante huachafo─: la sabiduría de Salomón, la fuerza de Hércules, la resistencia de Atlas, el poder de Zeus, el coraje de Aquiles y la velocidad de Mercurio. Podría haber ocurrido que Kassim, que además de codicioso era desmemoriado, pronunciara mal la palabra “Shazam” o la pronunciara al revés; los resultados también serían previsibles.

Leemos en el Libro de los jueces (12:5-6), el enfrentamiento y derrota de los miembros de la tribu de Efraim frente a los habitantes de Galaad. Los efraimitas volvieron sobre sus pasos y vadearon el Jordán, pero los galaaditas los estaban esperando y, para identificarlos, los sometieron a una sencilla prueba, les pidieron que dijeran la palabra shibbóleth (espiga), los de la tribu de Efraim la pronunciaban de otra manera, sibbóleth. Ese día, los cuarenta y dos mil que dijeron sibbóleth, al igual que Kassim, fueron degollados.

Shibbóleth ─con pronunciación galaadita─ pervive en inglés donde, además, tiene el valor de rasgo distintivo en la ropa, modales o lenguaje, que identifican a un grupo de personas.

Según el Merriam Webster Dictionary, el primer uso registrado del término shibboleth en inglés fue en 1638. No hay una adaptación de esa palabra en el de la RAE. Sería bueno que la hubiera.

 





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