Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.
Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).
Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.
Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.
Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.
Reviso el cuaderno donde registro “probables notas futuras”. Dos referencias me parecen apropiadas, de hace ocho años, postergadas para que el tiempo ponga distancia y que no se identifiquen con hechos recientes de personas conocidas.
Ambas cortadas a medida según una sentencia de Benjamín Franklin, si bien él se refirió a las pavadas que uno puede decir cuando habla –más grave si las escribe– las palabras vuelan, los escritos permanecen (verba volant, scripta manet).
Primero la dama, compatriota, escritora, crítica literaria y asesora editorial. En una contratapa del El País habló de su viaje por Sicilia, Nápoles, Florencia y Roma. Tuve sana envidia por los lugares que visitó, pero sólo registró una única y huérfana impresión de Florencia: “una ciudad frígida, falsa”. Recorro nuestras vivencias de la ciudad reconstruidas por lo registrado en mi diario.
Dejo de lado íconos culturales conspicuos de Florencia, rescato una jornada de larga caminata y las fotos resultantes. Nuestro recorrido, con la Bella, empezó cruzando el Ponte Vecchio, adentrarnos por calles zigzagueantes, mimetizándonos con la “arquitextura” de construcciones medievales, vistas panorámicas del Forte di Belvedere y el Piazzale Michelángelo, para finalizar en la Chiesa di San Miniato al Monte. Recorrido sazonado por vistas del resto de la ciudad, el Arno y los puentes. De regreso al hotel, helados únicos que se encuentran en la Via del Corso.
En Roma, la mentada compatriota se “expone a los cuadros y las ruinas”, pero “no puede sentir nada”; en Santa María del Popolo vio La crucifixión de San Pedro “ni siquiera sabía que estaba allí”; será por eso que pasó por alto otro Caravaggio muy interesante que está justo al frente: La conversión de San Pablo –cuadro al que Picasso rindió homenaje en su Guernica; esto lo dice cualquier guía del museo Reina Sofía–. En el barrio de Santa María del Popolo, la dama no subió al Pincio ni vio, desde sus terrazas, una de las más bellas panorámicas de las otras seis colinas de la ciudad. De las fuentes, no habló, pese a, según su escrito, “estaba en la ciudad de las fuentes”, de ellas rescato cuatro, una por esquina, en la Via delle Quattro Fontane, a metros de la iglesia de Borromini; solo visitarla justifica viajar a Roma.
En la segunda nota separada, el compatriota escritor dijo en una entrevista de su progenitor: “Mi padre, para asegurarse de que no escapáramos de la lectura, se negó a comprar un televisor durante nuestra infancia”. En un libro donde recopila sus notas y ensayos, vuelve sobre este tema del papá lector. Pienso en variaciones estéticas posibles i.e.: “mi padre, para asegurarse que no pudiéramos escapar a la maravilla del séptimo arte, mermó la compra de libros y nos hacía ver sólo películas de Bergman, Eisenstein, Jarmusch y Wenders durante nuestra infancia” o “mi padre, para asegurarse a que no escapáramos al valor supremo de la música, se negó a comprarnos libros y revistas y nos hacía escuchar a María Callas, Caruso, Yma Sumac, Pavarotti y Kiri Te Kanawa todos los días”. A ver, que esto de leer, pintar, música, ver cine o hacer encaje de bolillos, si un uno quiere escapar de presencias autoritarias que imponen gustos es como advierte Ney Mattogroso en la canción Homem con H: “Si corrés el bicho te agarra / Si te quedás el bicho te come” (Se correr o bicho pega / Se ficar o bicho come).
Este tema me toca de manera particular porque mi padre, que además era estalinista de pata negra, aplicó una pedagogía semejante con la lectura. Con valor agregado: para él las historietas eran un invento del imperialismo yanqui, para embrutecer lectores, si me encontraba leyendo alguna la rompía; cuando yo alegaba que era prestada la respuesta era: “ahora tus amigos aprenderán a no prestarte estas porquerías”. Terminé leyendo historietas en casa de unos vecinos donde también veía series de televisión. Sigo fanático de los culebrones, también de Will Eisner, Milton Canniff y Hugo Pratt.
Otra referencia del cuaderno de “probables notas futuras”, en relación con las glosadas.
Por un quítame de allá esas pajas, crítica literaria y asesora editorial, y el caballero se cruzaron en un par de notas. El casus belli: un artículo de ella sobre “escritores de best sellers y escritores de culto”, sus opiniones recopiladas de escribidores best sellers y frequent travellers de suplementos literarios y programas de TV son excelentes. Por su parte, el escritor hijo de padre leído y no incluido por la dama dentro de ese exclusivo y elitista club, replicó al tono. En la respuesta argumentó que él debe ser considerado como autor de best sellersanche como “escritor de culto”. Tesis, antítesis y síntesis hegelianas de café. Mi reflexión acerca de las opiniones de la dama sobre arquitectura y arte en Florencia y Roma, es como dice un dicho de mi provincia “si no sabís, pa’ que te metís”. Del autor de best sellersanche “escritor de culto”, la luz del entendimiento me hace ser comedido.
Entre 1732 y 1758, Benjamín Franklin publicó el Almanaque del pobre Ricardo (Poor Richard’s Almanack), de edición anual firmado con el seudónimo de Poor Richard, en las colonias británicas de Nueva Inglaterra vendía 10.000 ejemplares por año; verdadero best seller de la época. Incluía, aparte de informaciones, aforismos y refranes, muchos aún en uso: “El corazón del necio está en su boca, pero la boca del sabio está en su corazón”, “La mala poesía y los nuevos títulos de honor ridiculizan a los hombres” y “Mejor quedarte callado y que sospechen de tu necedad, que hablar -y, esto lo agrego yo: escribir- y quitar cualquier duda”.
Es saludable para la creatividad encaramarse en la cumbre del ego y adornar el vuelo de nuestro arte y escritura con plumas ajenas.
Con una moraleja Vila-Matiana: “Si quieres hacerte el Roberto Arlt o el Fogwill para épater les cons con lo que escribes, fíjate bien a quien vas a imitar. No elijas como modelo a Pablo Katchadjian, la China Iron o Sergio di Nucci porque te vas a dar una piña”.
Gatos y perros son las mascotas más frecuentes. Los segundos demandan dedicación, mostrarles afecto, ajustar rutinas hogareñas, actividad al aire libre dos veces por día y portar la bolsita de plástico; se puede concluir que las personas que necesitan dar afecto optan por perros.
Los gatos, son hogareños, pueden pasar su vida sin salir de un departamento, les basta con tomar sol en un balcón, baño con piedritas en algún rincón ventilado, llevan vida independiente; aparecen cuando necesitan mimos o comida, no suelen perturbar con maullidos; autócratas amos de vida y bienes de la casa y sus habitantes.
Personalmente me doy bien con ambos; no soportaría merodeos en patas de sillones, tapizados, libros, o cualquier elemento masticable o arañable. El caso más extremo que vi fue un play boy y cazador, casado con una famosa vedette y que, hace años, me contactó para que lo ayudara a escribir sus memorias. Había dado la vuelta al mundo varias veces asesinando a cuanto animal, considerara digno de embalsamar. En su mansión en Palermo Chico nos reuníamos en un infinito salón del tercer piso donde, desde las escaleras, saludaban cabezas de elefante, rinoceronte y muflón ─cazado junto con el Sha de Irán─. En el estudio, los cadáveres estaban de cuerpo entero, perros y gatos habían destrozado las patas de un oso y de un león, embalsamados de pie; los cuerpos empajados y con ojos de vidrio, remataban en extremidades de las que restaba el armazón de alambre.
Razones más que suficientes para tener gatos y perros sólo como mascotas literarias y cinematográficas. Las primeras son pródigas en adagios. El gato es el ladino, elegido por Schrödinger para su paradoja: un gato encerrado en un habitáculo que, en un instante determinado, puede estar vivo y muerto simultáneamente. En el mundo de los comics, Garfield es mi favorito, omnívoro saqueador de la heladera, degustador de lasañas, duerme todo lo que puede y martiriza a su dueño y al bobo perro Odie. En dibujos animados los gatos juegan el doble rol: los taimados, Si y Am de La dama y el vagabundo; los benefactores Aristógatos.
Sus hábitos sedentarios los hacen compañía de artistas que trabajan en soledad; ideas e inspiraciones aparecen y desaparecen, en silencio, como compañías gatunas. Por ello son asociados a vigilias, artimañas y alertas. En “Poderoso caballero es Don Dinero”, Quevedo nos cuenta: “En casa de los viejos / gatos lo guardan de gatos”, donde gato es una bolsa para guardar dinero y, a la vez, ladrón; por eso, los cacos andan a la búsqueda de casas donde haya gato encerrado. Gato es una herramienta para levantar grandes pesos a poca altura; o una persona noctámbula o astuta; los hay ágiles como gatos. Gato de nueve colas es el látigo de tortura; gata parida, juego infantil; pelagatos, un mediocre y la curiosidad mató al gato.
Poetas y artistas los incluyen en sus obras; El Gato con botas; Osiris en “Orientación de los gatos” de Cortázar; Borges escribió poemas inspirado en Beppo; “Gato bajo la lluvia” es un inquietante relato de Hemingway; y Guillermo Cabrera Infante reflexionó en un artículo sobre Offenbach: “El mundo se divide en dos clases de personas: las que aman a los gatos y las que no saben lo que se pierden por no tener relaciones con un gato”. Baudelaire les dedicó un soneto “Los gatos”: “Los amantes fervientes y los eruditos austeros / En su madurez, aman por igual / Los gatos poderosos y dulces, orgullo de la casa / Que como ellos son friolentos y, como ellos, sedentarios” (Les amoureux fervents et les savants austères / Aiment également, dans leur mûre saison, / Les chats puissants et doux, orgueil de la maison, / Qui comme eux sont frileux et comme eux sédentaires). Poe, en uno de sus relatos, mutila y asesina un gato negro, Matisse acostumbraba a pintar en la cama en compañía de uno pequeño y atigrado y otro negro y enorme.
Estambul es una ciudad que no se concibe sin felinos que la acompañan desde su fundación e inspiraron el bello documental Kedi, gatos de Estambul de la directora Ceyda Torun. Un paseo por la ciudad desde la perspectiva de los gatos, la cámara a nivel del piso acompaña derivas gatunas por calles, portales, entre los pies de los transeúntes, mercados, balcones, techos y azoteas. Una de las ciudades más fascinantes que conozco en un recorrido de ochenta minutos, con gatos de guías, filmado con la sutileza y arte felino de Ceyda Torun. Queda Jones, el gato de Alien el octavo pasajero de Ridley Scott, que retrocede antes que el xenomorfo le dé matarile a Brett y al que Ripley rescata con ella cuando, únicos sobrevivientes, escapan de la nave Nostromo.
Los perros tienen un universo literario y actoral más activo, son carne de perro, baratos y resistentes, dan un humor de perros, y hay que matarlos para que, con ellos muera la rabia. Cuando Ulises regresa de incógnito a Ítaca, luego de veinte años de ausencia, es reconocido por su perro Argos, que lo ha estado esperando, y luego muere. El homicida y querible Montmorency, foxterrier de Tres hombres en un bote sin contar un perro; un serial killer de pollos y gallinas que, en la ausencia de su dueño, era llevado a escondidas por el jardinero a un centro de apuestas porque “mata ratas contra reloj”. Jack London los hace protagonistas en dos novelas como símiles de la naturaleza humana, para resultar fieles como perros. En Viajes con Charley, John Steinbeck narra un recorrido de más de quince mil kilómetros en una caravan, cuando atravesó treinta y cuatro estados solo en compañía de su caniche francés. A lo largo del viaje dialoga con Charley, lo consulta y a veces discrepa. En el cine, dos deslucidos actores: Lassie y Rin Tin Tin.
Un anónimo gato lleva las palmas de la pantalla. En El tercer hombre de Lou Reed, a fines de la Segunda Guerra Mundial, Holly Martins, escritor de novelas wéstern, llega a Viena porque Harry Lime, amigo de infancia, le ofreció trabajo. Al llegar, se entera que Harry ha muerto el día anterior, el jefe de policía, cuando ve que Holly ignora las actividades criminales de Harry, lo pone al tanto de estas. Holly no cree en la culpabilidad de Harry y, convencido de que fue asesinado, se propone hallar los culpables. En busca de información, entrevista a Anna, novia de Harry y frecuenta su compañía.
En algún momento, en casa de Anna, aparece el gato de Harry, ella le explica a Holly que el gato solo se da con Harry; de regreso al hotel, Holly ve al gato y lo sigue; la escena que sobreviene dura poco más de dos minutos. Es narrada por la cámara con planos expresionistas, grandes angulares y claroscuros. De repente, en un umbral en ruinas relumbra un par de zapatos negros, el gato se refriega contra ellos, un spot rompe las penumbras; la cámara en contrapicado sube; pantalón, sobretodo y sombrero orión negros, se detiene en la cara iluminada y los dientes blancos de Harry, el más atractivo y seductor villano del cine negro, le dirige una sonrisa a Holly y desaparece en las sombras.
Pocas veces he visto esa conjunción de personajes, técnicas de cámara y música. Esta escena, antológica del cine negro, es inconcebible sin el fondo del tema Harry Lime, en la cítara de Anton Karas.
La primera impresión de Alí fue que es un sosías de Robert de Niro; pero no se lo dije ese miércoles de febrero cuando, luego de el primer desayuno en el hotel, nos conocimos, sino dos días después.
Tuve mis razones: no teníamos algún tipo de confianza y quería confirmar esa primera impresión acerca del parecido; esperé escrutarlo con discreción. Disimulado para mirar no es mi fuerte, Beatriz me repitió que soy absolutamente descarado. “Ojo de fotógrafo" o de escritor, que es lo mismo, de ninguna manera soy un “descarado”. “Nyet”, responde la bella, “fisgón y descarado”. Aludía a que la cautela para mirar o escuchar a quien o a quienes, me llaman la atención no es mi fuerte, y ahora, con Robert Alí de Niro, debía ser más que cuidadoso, primer viaje a Turquía y no conocíamos las costumbres ¿cómo tomaría mi actitud de fisgón?
Luego de dos días de ojearlo ─cuidando de no aojarlo─ desde distintos ángulos y escorzos estaba convencido, no solo de los rasgos sino en los gestos: Alí no es “un”, es “el” sosías. Más todavía, escribo estas líneas y diría que Robert de Niro a su vez es Alí; y de verlo, el actor creería estar frente a un espejo. El viernes, estaba roto el hielo y Robert Alí de Niro resultó un conserje fino, tan observador como yo; cuando vio que no estábamos interesados en hacer compras y sabíamos lo que queríamos ver y dónde ir, nos reveló lugares, cortadas y pequeños recovecos en las proximidades que nos podrían interesar.
“Oui, oui pas d'achats, yes, no purchases”, decía saltando del inglés al francés cuando nos marcaba en el plano de la ciudad puntos y rincones que no podíamos pasar por alto. Nomas romper el hielo, nuestro concierge resultó tan irónico como su doble ─idéntica risa leve y franca enfatizando la comisura de los labios y arrugando el entrecejo─. El viernes mismo nos dio letra cuando pedimos instrucciones para ir el domingo a la minúscula iglesia de San Salvador en Chora, que si bien nos interesaba, sabíamos que no era un recorrido procurado por turistas alienígenos.
Consultó por internet, imprimió un plano, indicó en el mapa de la ciudad y abrochó el mapa a su impreso. Ofreció conseguirnos un taxi y pedir presupuesto para llevarnos, esperarnos y traernos de vuelta al hotel. Dije que preferíamos ir en transporte público: ¿are you sure; êtes-vous sûrs?, y esbozó la sonrisa de su doble, dijimos que sí. Alí de Niro volvió a su risa leve y franca, nos indicó dónde quedaba la terminal de ómnibus de Eminonu, cuáles nos llevaban y también que era tarifa única.
Recién entonces comenté del parecido: “Not bad, he’s a number one”. Los hechos le dieron en parte la razón, la ida a San Salvador en Chora no fue problema; el problema fue volver. Nos perdimos buscando un ómnibus hasta que dimos con un taxi, pero ya estábamos experimentados en perdernos en Estambul.
La primera vez que nos extraviamos, y mal, al borde de una angustia estimulante pero no por eso menos angustiosa, fue el primer día de estadía, luego de haber conocido a nuestro Alí de Niro. Difícil olvidar la primera visión de la ciudad, ni bien nos hospedamos fue la vista panorámica desde el comedor del hotel, en el último piso junto con el primer desayuno turco, del cual excluimos la sopa. A nuestros pies, los barrios de Sirkeci y Eminonu, al fondo el Cuerno de Oro; a la derecha, el Bósforo y más allá, borrado en el horizonte como un espejismo, se intuía el mar Negro; más atrás, a la izquierda, pasando el Cuerno de Oro, Benyoglu, Pera y la Torre Gálata. Una mampara corrediza con ventanal separaba el comedor de la terraza, refugio de fumadores y de gaviotas; un par de pedigüeñas asiduas, golpeaban el vidrio con el pico reclamando comida. Luego del desayuo le dejamos las llaves a Robert Alí que nos ayudó a ubicarnos en el mapa en el barrio donde estábamos; de inmediato el primer dato geográfico y demanda logística: dónde comprar una botella de vino para la bella y una de raki para mí.
Guardadas las botellas en el cuarto, empezamos el primer recorrido previsto, una pasada para ver las distancias reales de caminata o tranvía ─los mapas suelen ser arteros─ para marcar los horarios de visita a Topkapi, la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Noté que el camino que seguimos es el mismo del trazado ─ida y vuelta─ de una línea de tranvías. Con los cronogramas de visitas ajustados, continuamos con el plan ya armado en casa antes de partir; la cola para entrar a la Cisterna Basílica nos hizo dejar para otro día las dos columnas con la cabeza de Gárgola invertidas de base. Seguimos hasta el Gran Bazar y, luego de recorrerlo resolvimos salir por el lado opuesto de donde entramos y de allí volver. Para nuestra sorpresa vemos que estamos a la vista de la mezquita Azul, “nos perdimos en el Gran Bazar”, y apuntamos a la Mezquita Azul porque de allí ya sabíamos cómo regresar al hotel.
Nos volvimos a extraviar y preguntamos en un negocio; sabemos que el inglés y el francés ayudan cuando uno no habla turco. “No english, no turkish; russian or greek”, balbucea un vendedor, su voz suena en nuestros oídos como el canto del almuédano, vueltas, vueltas, vueltas y vueltas y llegamos a la mezquita, pero no era la Azul, la Sultan Ahmet, era la Sülemayniye, la de Solimán.
Desde las alturas, en el medio de la angustia creciente atiné a tomar, desde la terraza del patio, un par de vistas panorámicas del Cuerno de Oro. Ahora, como la vista del mar a los espartanos de Jenofonte, el Cuerno de Oro nos tranquiliza, llegando a su ribera sería fácil encontrar el camino del hotel. Fácil pensarlo; hacerlo, no. Los interlocutores que cruzamos, la gente y los policías sólo hablaban turco. La angustia cedió paso a la impotencia. Entendían dónde queríamos ir cuando mostrábamos el mapa; no entendíamos las explicaciones; entendían que no nos podíamos comunicar; con mutuos gestos de impotencia, encogiéndonos de hombros, nos despedimos luego de cada consulta infructuosa.
Recordé a los 10.000 de la Anábasis y el grito que Jenofonte escucha cuando la avanzada baja del otro lado de una colina y ve el mar, las voces de júbilo resuenan hasta hoy al leer el libro. Un recuerdo lleva al otro, ¡las vías del tranvía! Mapa en mano, la pregunta cambia “¿tranway please”, “¿tranvai?”, “evet”, una de las pocas palabras que sabíamos en turco y afirmábamos con la cabeza. Como Judá León, que era rabino en Praga, tranvai, fue el Nombre que es la Clave. Ya en las vías, la segunda palabra, fue el “Sésamo ábrete” ¿Topkapi? Quince cuadras después estábamos en el cuarto del hotel.
La botella magnum de raki duró justo seis días ─un invento mío sin patentar, mezclado con agua caliente es como un grog y acompañado de confituras turcas vale por un cuento de Scherezade─. Ni idea como se dice sacacorchos en turco, tampoco ganas de salir a buscarlo. La botella de vino nos acompañó sin abrir hasta Sicilia, una semana más tarde.
Hace añares, en una entrevista a Mario Vargas Llosa le preguntaron por el hecho más trascendente de su vida, su contestación fue borgeana: “cuando aprendí a leer”; la respuesta me caló hondo. Por aquellos entonces tenía la idea de que leer nos hace personas; mucho más mejores personas.
Como todas las verdades, las mías lo fueron a medias, algunas culturas, carentes de escritura, sobrevivieron en base a tradición oral dejándo registros, aún vivos, de sus historias, leyendas y cosmogonías.
Hoy me resulta evidente que las lecturas de Hitler, Franco y Pinochet no los hicieron personas mejores: “cuando oigo la palabra cultura saco mi revolver” es atribuida a cuanto reaccionario ha pisado ─o pisa─ la tierra desde mediados de los ’30 del siglo pasado. Siguen las dualidades en torno a la lectura, el “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” de Millán Astray tuvo la respuesta de Unamuno: “¡Viva la muerte!... Suena lo mismo que ¡Muera la vida!… El general Millán-Astray es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni sirven de norma.”
De donde es evidente que leer es un sucedáneo del Bálsamo de Fierabrás que consumió el de la Triste Figura, a unos los cura, a otros, intoxica.
A partir de la última década del siglo XX, el hábito de la lectura, se desplazó del papel a la pantalla del computador y de allí al celular. Difícil viajar en un transporte público sin ver a la mayoría del pasaje enfrascado “leyendo” textos o imágenes. Hábito que ganó un neologismo: “nomofobia” ─no incluido en la RAE─ derivado de nomophobia, para los diccionarios Webster y Collins “no-mobile-phone phobia” o temor irracional a quedar sin teléfono móvil. Padezco esa fobia.
Tengo el móvil encendido hasta el momento de dormir; lo activo al despertar. En el primer caso, porque no puedo leer algo y quedarme con la duda de una palabra ─hecho histórico, geográfico, biográfico o artístico─ que ignoro, caso contrario no puedo seguir leyendo. En el segundo, porque lo primero que hago al despertar es consultar el clima y luego hojear diarios.
El viernes 14 de junio, en mi cotidiana lucha de levantarme o seguir acostado, leí en la pantalla un titular de Deutsche Welle que me dio el título ─imposible de no leer la noticia─ y la idea de esta nota: “Leones comen menos cebras por culpa de las hormigas cabezonas”; ignoro si las hay microcéfalas.
Como sea, las hormigas cabezonas son originarias de alguna ínsula ─no Barataria─ del Océano Índico. Así como las ideas y las artes se dispersan más allá de sus fronteras, estas cabezonas llegaron hasta las llanuras de Kenia; allí, los elefantes no comían las hojas de acacias espinosas porque las hormigas nativas, en relación simbiótica con las plantas, merodeaban por las ramas y les picaban la trompa ─Mao Tse Tung, el gran timonel, reflexionó: “una hormiga no puede matar a un elefante, pero se lo puede comer”, los proboscidios kenianos dan fe─. Pero, llegaron las hormigas cabezonas y empezaron a matar a las nativas, los paquidermos, ahora felices, incorporaron a su dieta las hojas de acacia.
La historia, al estilo de la comedia de enredos del Siglo de Oro, continuó, complicada, enrevesada e ingeniosa, con finales inesperados. Porque los leones keniatas se ocultaban, al acecho entre el follaje de las acacias espinosas, para cazar cebras, ahora no pueden. Desarrollaron otras tácticas, cambiaron de dieta y empezaron a perseguir búfalos. La población de cebras ha aumentado y pone en riesgo el hábitat de jirafas y rinocerontes negros, éstos en peligro de extinción.
Esta continuidad de sucesos de este relato ecológico lleva a otro concepto ─de nuevo no incluido en la RAE─ que puede ser aplicado a la narrativa: “apofenia”; del griego apó (separar, alejar) y phaínein (aparecer o manifestarse como fantasía). Esta experiencia de ver conexiones de la realidad con sucesos imaginarios o aleatorios, es una de las maneras como se articulan las historias del que luchó contra molinos de viento, y su empleo del Bálsamo de Fierabrás.
En la primera parte de la novela, el Gracioso Hidalgo le explica a Sancho que esta pócima milagrosa “Es un bálsamo de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Ansí, cuando yo le haga, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, con mucha sotileza, y al justo, une las partes. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana”.
En el capítulo XVI, como consecuencia de la pelea a oscuras del Quijote, Maritornes, el arriero, Sancho y el ventero; y de la aporreadura recibida junto con su escudero, el de la Triste Figura, para reponerse de las contusiones, elabora el mejunje y lo bebe. De resultas: “comenzó a vomitar, de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo… que se tuvo por sano y verdaderamente creyó que había acertado con el Bálsamo de Fierabrás”.
No pasó lo mismo con Sancho cuando lo tomó: “En esto hizo su operación el brebaje y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales…”.
Los senderos del señor son inescrutables; cuando busqué en la RAE por Internet nomofobia, no figuraba, y me dio un término que podía estar relacionado nosofobia: fobia a las enfermedades contagiosas. La apofenia me llevó de vuelta a las hormigas cabezonas, al Quijote, y al bálsamo de Fierabrás. Todo un relato.
Mi querido amigo Omar Lopez Mato, oftalmólogo y polígrafo llama a estas derivas “cultura inútil”, aunque aclara que la cultura no es inútil. En su caso esta definición es su fuente Castalia donde abrevar temas e inspiración, porque lo más difícil en el arte de escribir es encontrar de qué escribir. Las Musas saben de esto.
No recuerdo cómo me las ingenié para contactar a Dal Masetto. Yo había visto la película Hay unos tipos abajo, de la cual fue coguionista y tuvo un cameo en la escena del tren; trascartón devoré la recién editada Siempre es difícil volver a casa y se la recomendé a un querido ex profesor, Rodolfo, con quien compartimos la expulsión masiva de la UNC con el golpe del ’76.
Ese 1985, Rodolfo Borello, radicado en Canadá, vino a pasar su año sabático en Buenos Aires; ni bien nos vimos le recomendé Siempre es difícil…. Cuando la terminó coincidimos en que, en la pelea entre centauros y lapitas librada en torno a cuál era ─por aquellos años─ el mejor escritor argentino, Antonio los podría arrear con las riendas a los otros dos en disputa, me fui por las ramas.
Antes del primer encuentro con Dal Masetto, lo seguía por sus notas en “El periodista”, ni bien acabé con Siempre es difícil… rastreé otros libros suyos: Siete de oro y Fuego a discreción. Cumplido el rito iniciático, me puse en campaña para contactarlo; nos encontramos en el bar El verde. Como era de esperar, empezamos hablando de Siempre es difícil volver a casa y expuse mi impresión sobre ella. Leí una metáfora de las masacres de la dictadura militar y el opio de los pueblos de un final de fútbol parecido a un final de básquet; la plaza de Mayo repleta agradeciéndole a Videla por la goleada y, años después con la plaza también repleta, vivando a Galtieri.
Antonio me escuchó, se encogió de hombros, esbozó aquella sonrisa leve que lo caracterizaba, apaciguadora como un Dry Martini bien helado y con cuatro aceitunas en el anochecer de un día agitado. Sacudió la cabeza en un gesto ambiguo, y no supe si era por considerarme un diabólico genio de la crítica o un pelotudo seráfico; fue un oráculo tan enigmático como el de una pitonisa. Siguió la pregunta naïf que ─Homero dixit─ “se escapó del cerco de mis dientes”: ¿cómo hacía para escribir una columna todas las semanas?, ¿en qué Fuente Castalia bebía? “Es práctica, ya te vas a dar cuenta”.
Hoy lunes 3 de junio de 2024, escribo estos recuerdos y pienso, a propósito de aquella sonrisa de Giocondo en El verde, en los versos de Cervantes cuando cuenta de su imaginario viaje con una caterva de poetas: “Llegóse en fin a la Castalia Fuente / y en viéndola, infinitos se arrojaron / sedientos al cristal de su corriente. / Unos no solamente se hartaron, / sino que pies y otras cosas / algo más indecentes se lavaron”. También que, en aquel primer encuentro, a propósito de su novela, me contó que tenía en mente la continuación; “algo así como la venganza del conde de Montecristo”.
Fiel y espaciada, la relación continuó, me visitó un par de veces en la librería, luego dejamos de vernos y hablarnos durante mucho tiempo. Pero Antonio resultó memorioso como Funes. Dieciséis años después de la primera cita en El verde, recibí un sobre con el resultado de su inspiración en El conde de Montecristo, Bosque con la dedicatoria: “Para Danilo Albero-Vergara, un fuerte abrazo. A. Dal Masetto”; le agradecí por teléfono y tuvimos una larga conversación. Nueve años más tarde el cálamo de Antonio fue más locuaz, “Para Danilo Albero-Vergara, un abrazo amistoso de Antonio Dal Masetto. 2010.", la dedicatoria en La Culpa; otra charla por teléfono y la promesa de juntarnos; como en casos anteriores, sólo fue promesa.
El martes 3 de noviembre 2015 leí en la contratapa de Página 12 “In God we trust” y, en la volanta la aclaración de que Antonio había fallecido el día anterior. El relato me recordó al cuento de “O anel de Polícrates”. En donde Machado de Assis relata la historia de Xavier que ve, desde la ventana de su casa, pasar a un jinete cuyo caballo se encabrita, sin embargo, la habilidad ecuestre del desconocido hace que el caballo retome el paso. A partir del incidente, Xavier piensa en acuñar una sentencia “La vida es un caballo chúcaro”, y acrecentó, “quien no es caballero, que lo parezca”, de inmediato fabula que esa reflexión se vuelva un dicho popular. Al día siguiente, como al pasar, se la dice a un amigo, semanas más tarde la escucha en el diálogo en una obra teatral; y, pocos días después, en la declaración de un político en el titular de un diario.
Con Xavier se repitió la historia del rey Polícrates quien, por su buena suerte, tuvo el desagradable presentimiento de quedarse sin ella y consultó un adivino; éste le vaticinó que, para conjurar sus presagios y ahuyentar la mala fortuna, se desprendiese de su objeto de valor más querido. Polícrates optó por una sortija de oro con una esmeralda; fue al puerto, ordenó a un pescador que lo llevara mar adentro y la arrojó a las olas. Días después, otro pescador atrapó un pez enorme de carne muy preciada y decidió obsequiarlo a Polícrates a cambio de una recompensa. Cuando los cocineros se dispusieron a guisar al pescado encontraron en su estómago el anillo arrojado al mar.
El domingo 26 de mayo de este año leí en Página 12 una nota publicada por Antonio Dal Masetto, “Lechón”, publicada el martes 4 de marzo de 1997, por similitudes caninas con nuestro presente. “Lechón” es el relato de una persona que cena cerdo asado a sabiendas que le puede provocar pesadillas. Cuando despierta tiene la barba hasta las rodillas y una pila de cuentas impagas bajo la puerta. Se afeita, sale a la calle y ve propagandas por todas partes “Con elquetedije repitiendo todo el tiempo: Síganme que no los voy a defraudar. Y abajo la leyenda: Presidente 2400”. Entra a un bar, pide un whisky y engrupe al mozo con la historia de que ha estado internado varios meses por un ataque de amnesia y si le puede explicar la propaganda. El mozo le cuenta que, hacia finales del siglo pasado se perfeccionó la técnica de clonado de animales y elquetedije, logró hacerse clonar.
En 1819 Washingon Irving publicó “Rip Van Winkle”, la historia de un hombre que se durmió en una cueva. Despierta con una barba de tres pies de largo, vuelve a su pueblo para encontrarse con su hijo ya crecido. Como en “O anel de Polícrates”, la historia retornó en “Lechón”.
Una frase de Washington Irving le ajustaría, como anillo, y no de Polícrates, al dedo del entrañable Antonio Dal Masetto y a sus inolvidables diálogos, “A sharp tongue is the only edged tool that grows keener with constant use”.