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Escritor Argentino

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Diario de marear

Veintinueve, veintidiez

19 de junio, domingo. Ayer fui a cortarme el pelo, liturgia estética que celebro cada tres o cuatro semanas, por lo general viernes o sábados por la tarde. Paola -ya que no Fígaro- me volvió a preguntar si había vuelto a estar con María Kodama, porque la penúltima vez que pasé por sus manos fue la mañana el viernes 29 de abril, ese día participé, en la Feria del Libro, en una mesa sobre Borges con María Kodama, quería estar bien acicalado. Hacen ya casi cinco años que uso el pelo muy corto; un problema en la quinta vértebra lumbar me hizo dejar definitivamente el box. Al verme obligado a bajar del ring hice como los antiguos samurais, que sólo se cortaban el cabello en caso de deshonor, luto o retirarse a un monasterio. Gracias a la bendita quinta lumbar tuve que dejar el box, de correr, los patines one line; por suerte no fue necesario que largara el dry martini ni el bourbon ni el pure malt. No soy de quedarme quieto y opté por la natación. Esto fue luego de que la traumatóloga me dijo que tenía dos noticias para darme, una buena: podía caminar y nadar todo lo que quisiera; y una mala: debo acostumbrarme a vivir con el dolor de cintura "veámoslo con buena onda, es una señal que sigue vivo", y en ese momento no supe si estrangularla o darle un beso en la frente; que todo tiene remedio menos la muerte o que Donald Trump llegue a ser presidente. Desde esa entrevista con mi traumatóloga intento, infructuosamente, involucionar al quinto día del Génesis y volverme pez o, mejor todavía, tritón; el pelo corto es más práctico para encasquetar la gorra de natación.

Esta mudanza capilar coincidió con el año en que Paola -ya que no Fígaro- volvió a la actividad después de su parto y abrió su peluquería casi enfrente de nuestro edificio. Ahora, mi relación con el pelo, como todo en mi vida, está matizada por la literatura o las artes plásticas. Mi primera puesta en sazón fue cuando niño, tardé algún tiempo en comprender aquello de que los "pieles rojas le arrancaban el cuero cabelludo a los carapálidas luego de matarlos" -entre otros a Custer "el de los cabellos largos"-, seguí por la cabellera de Sansón, el cadáver de Patroclo cubierto por el cabello de los mirmidones antes de ir a la pira funeraria y, antes de prenderla, la rubia cabellera del divino Aquiles, Absalón atrapado al habérsele enredado el pelo en un árbol antes de ser asaeteado; bien merecido lo tuvo por futre. De allí que el pelo largo nunca fue mi fuerte. Salvo ahora que me obsesiono por llevarlo muy corto. Y, además, los encuentros con Paola tienen el valor agregado de alguna charla literaria y, últimamente, pedagógica.

Porque hasta que supe que tenía, como todo el mundo, una quinta vértebra lumbar nunca me había cortado el pelo con una mujer; pero con Paola se dieron de entrada varias coincidencias, en primer lugar la tenía a metros de la calle Thames, no más cruzar la calzada. Además, su hijo nació meses antes de que Paula y Giulia -este orden no es por preferencias afectivas sino por turno de nacimiento-, las hijas mellizas de Viviana y mi hermano. Para más afinidades, el marido de Paola es librero. Y así desde el 2012 la visito cada tres semanas, fidelidad de cliente que no había tenido con ningún otro fígaro. Ahora bien, como buena peluquera, resultó tener espíritu de factótum, como el de Sevilla, por aquello Largo al factotum della citá (Abrid paso al factotum de la ciudad) y esto lo tengo clarísimo porque en estos momentos estoy escuchando "El Barbero de Sevilla". Por estas coincidencias, prefiero charlar con ella mientras me corta el pelo en vez de hojear las revistas del corazón. Me encanta ver revistas del corazón y ponerme al día con las frivolidades tilingas de la farándula; por eso siempre llego alrededor de un cuarto de hora antes de mi turno para mantenerme informado de las pelotudeces que hacen y dicen los faranduleros -políticos y de los otros-, del cajón de sastre que es el panem et circenses de nuestra comedia humana diaria, aunque, pensándolo bien, más que comedia humana somos una galdosiana corte de los milagros.

El 29 de abril y el 20 de junio, los temas de conversación fueron los mismos. El primero si había vuelto a estar con María Kodama, el segundo, libros. El 20 de junio Paola me confirmó lo que me ya me había adelantado mi hermano, también librero, porque los lamentos de su marido se suman al conjunto de aullidos de lobos siberianos que se transformo la Feria del Libro de este año por la caída generalizada de las ventas con respecto al año pasado. Este sábado pasado, María Kodama siguió ocupando el prime time de nuestra charla, pero de inmediato saltamos a mi pelo, que me crece muchísimo más rápido en la zona de los temporales y parietales que en la del frontal y el occipital. De allí a pasamos a su hijo -la próxima vez debo preguntarle el nombre- y a Paula y Giulia -y este orden no es por preferencias afectivas-, porque le conté que mis sobrinas están aprendiendo patinaje artístico y ella que su niño tiene ganas de aprender a nadar -pensé sugerirle que, cuando fuera más grandecito, lo podría llevar al gimnasio de Castellini para que debute con los guantes de 9 onzas y las bolsas de box, pero la luz del entendimiento me hizo ser muy comedido- y me preguntó si había clases para niños de su edad en el club de la calle Armenia donde voy. Le dije que sí y de allí saltamos a mis sobrinas que están aprendiendo a contar, todavía no a leer. Caso inverso al mío, yo aprendí a leer a los cuatro con el libro Upa -a contar a los 6- y de allí seguí con otros que todavía recuerdo, leídos alrededor de los 7, entre otros la serie infantil "Bolsillitos" y "Gatito" y también, por esa época, Hans y su liebre encantada, historia de un viaje alrededor del mundo, de Lisa Tetzner. Esta fue mi primera lectura de un libro largo.

Ahora, mi viejo era comunista de la "línea Moscú", pero de pata negra, y se nota por el manual de adoctrinamiento camuflado de "cuento para niños" que me regaló para mi debut de "lectura de largo aliento" -para resumir Hans y su liebre encantada, historia de un viaje alrededor del mundo, diré que los dos protagonistas principales eran Hans, montado en la liebre que, como era encantada, se podía sacar las orejas, atarlas en un lápiz para hacer una hélice, luego se ponía la hélice en la boca y la hacía girar, decolaban, tomaban altura y velocidad de crucero y empezaban sus aventuras-. Así salen de la Alemania en la época de la Gran Depresión en búsqueda de comida para la familia de Hans y terminan dando la vuelta al mundo. La primera escala es Groenlandia, donde rescatan a un esquimal huérfano -creo que se llamaba Kagsagsuk-, al pasar por la Sodoma y Gomorra capitalista, New York, aterrizan en el penthouse donde vivía  Bill, un niño rico y muy triste, cuyo padre, para más Inri, fabricaba cañones, y que se une a ellos por tedio. Luego de un montón de aventuras por África y China, los 4 terminan aterrizando en la parte asiática de la Unión Soviética -el "paraíso de Stalin", en 1929, a tres años de la "hambruna ucraniana" donde no había hambre y todos eran felices y comían perdices-. De todos modos, me cansé de releer, la historia de Hans y la liebre -si mal no recuerdo se llamaba Trillewip- y hace poco me enteré por internet que el mismo libro que yo había leído era una pieza de colección y cuesta unos 400 euros.

Pero, como ya dije, el hijo de Paola -debo preguntarle el nombre-, al igual que mis sobrinas, por ahora sólo está aprendiendo a contar. Le dije que mi sobrina Paula ya cuenta hasta cincuenta, el hijo de Paola anda por allí. Lo gracioso es que ambos tienen el mismo lapsus luego de la primera decena. Del diecinueve saltan al "diecidiez", del veintinueve al "veintidiez" y así hasta el "treintidiez" y el "cuarentidiez".

Ahora, en francés 70 se dice soixante-dix y así siguen hasta el soixante-dix-neuf, y siguen con la decena del 80, quatre-vingts y la del 90, quatre-vingt-dix. Le voy a proponer a mi hermano y, dentro de tres semanas, a Paola que envíen a sus alevines a estudiar francés.