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Diario de marear

De la elegancia y la cortesía

26 de agosto, viernes. La mitad de mis amigos muertos fueron víctimas del cáncer -É melhor nascer sob o signo de câncer que morrer de caranguejo (“Es mejor nacer en el signo de cáncer que morir de cangrejo”), si mal no recuerdo, fueron las palabras que una vez me dijo, a propósito de un difunto conocido, un librero de Belo Horizonte-; la otra mitad se tiró de ventanas, terrazas o balcones. Nadie optó por las vías del tren, tampoco por la salida à la Hemingway. De reencontrarnos hoy todos, vivos y muertos, coincidiríamos que también nuestros protocolos de elegancia y de cortesía están desapareciendo.

Hasta hoy mantengo una costumbre de la primaria, los zapatos siempre lustrados; si son de gamuza, bien cepillados. Pero no es frecuente ver zapatos lustrados desplazándose por nuestras aceras; bastante menos frecuente, ver zapatos. Las zapatillas en invierno y verano y las abominables ojotas y crocs en verano los están arrinconando. Camisas planchadas, cuellos con ballenitas y corbatas, tienen su reserva ecológica en oficinas de abogados, bancos o lugares per se formales: embajadas, ciertas reparticiones públicas o empresas internacionales. Para ver estas especies en extinción, de lunes a jueves; porque ahora tenemos los casual fridays. De gemelos y prendedores de corbata, ni hablar. Las corbatas palomita, relegadas para presentadores de televisión que posan de elegantes, y sólo de las que vienen con el nudo hecho. Por suerte en una camisería de la calle San Martín todavía se pueden conseguir las originales, para los que sabemos hacerle el nudo.

De pantalones y chaquetas de mis ambos y trajes se encarga un sastre de la calle Piedras que sabe de mi demanda con los bolsillos delanteros del pantalón; una profundidad mayor de acuerdo a mis especificaciones. Si los pantalones son de confección -jeans inclusive- es Sasha, la costurera ucraniana de la calle Nicaragua, quien se encarga de modificarlos. Los bolsillos del pantalón profundos nos protegen del mester de carteristas. Quevedo nos advierte del modus operandi de la hermandad de los dedos ágiles por aquello de: "meter bastos para sacar oros", metáfora relacionada con los palos de la baraja española y más simple que el teorema de Pitágoras, bastos son los dedos índice y corazón que, estirados al máximo, permiten al carterista afanar una billetera en segundos; oros, lo que rapiñan. Además, los bolsillos holgados tienen otra ventaja, portar tres utensilios que, se supone, no deben faltar en el bolsillo de un caballero: encendedor, pañuelo y cortaplumas.

Empiezo por el último porque es el único que sigue siendo demandado. Luego de años de prueba y error opté por un Buck de acero inoxidable tipo one hand open, con una sola hoja de dos pulgadas de largo y sistema de bloqueo liner lock. Es chato abulta poco -en un jean entra en el bolsillo relojero- y con un poco de práctica se puede abrir con una mano hacerlo girar y ofrecerlo por el mango a quien lo requiera. Su única contra, las cachas de micarta originales que eran una lágrima; Gustavo, el cuchillero de la calle Armenia las sustituyó por otras de asta de ciervo.

Hace décadas que no fumo, pero llevé durante años un Zippo de bronce, tan portable como el Buck, lo descarté porque las escasas veces que intenté encenderle el cigarrillo a una dama se le había evaporado la bencina. Lo sustituí por uno similar en tamaño pero a gas, tipo Magiclick -un verdadero invento argentino; no el dulce de leche o el ómnibus, como pregonan nuestras ignaras leyendas urbanas-. Pero ¡ay!, ahora son pocos los bares y restaurants donde se permite fumar. Si por un casual la compañía femenina fuma al aire libre, como me ha pasado con compañeras de clases, tardo más en sacar el encendedor que ellas en prender su cigarrillo con uno descartable de plástico, cuya sola presencia aplaca el vicio de fumar.

Mi último baluarte de elegancia y cortesía cayó ayer por la noche. A la salida de una charla de Margo Glanz en el Instituto de Literatura Hispanoamericana -donde habló, entre otras cosas, de ceremonias y protocolos en desuso- la espero a Beatriz, que se queda conversando con una colega; una chica que me ve, apartado del grupo, me pregunta en voz baja si no tengo pañuelos. "Pañuelos no, un pañuelo", le dije y busco en el bolsillo trasero de mi pantalón. ¡Helo allí!, blanco y planchado, me siento como Walter Raleigh tendiendo su capa sobre el charco. "De estos no", me dice, "de papel". En mis chaquetas confeccionadas por el sastre de la calle Piedras mantengo el bolsillo interno del lado izquierdo, pensado para la caja de cigarrillos, para llevar un paquete de pañuelos de papel -imprescindibles si uno tiene el hábito de escribir con pluma fuente-. Le tiendo el paquete y me dice: "me acaba de salvar la vida, en los baños no hay papel higiénico." Me pidió "pañuelos" y yo le ofrecí "un pañuelo". Pero ella quería "pañuelos".

No sólo mis amigos están muriendo, también los protocolos -y el kit- de elegancia y cortesía. Lo mismo pasa con las palabras. Retronym se le dice en inglés.