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Escritor Argentino

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Danilo Albero (Mendoza, 1947). Es licenciado en letras, narrador y librero. Ha publicado los libros de cuentos: Estación Borges (Beas, 1994) y Al mejor cazador (Sudamericana, 2000); y las novelas: Confesiones de un dandy (Sudamericana, 1997), Jorge Newbery el señor del coraje (Sudamericana, 2003) y Variaciones Turner (Bajo la Luna, 2013) -finalista del concurso La Nación-Sudamericana 2005 con el título El Gran Oriental-. Junto con Beatriz Colombi publicó Los ‘trucs’ del perfecto cuentista (Alianza, 1993) -recopilación de  artículos periodísticos y de crítica literaria de Horacio Quiroga- que será reeditado en versión corregida y ampliada. Ha traducido del portugués autores brasileños clásicos y contemporáneos, entre otros: Aluzio de Azevedo (El conventillo, Simurg, 1997 y Amazon 2020), Machado de Assis (Ideas del canario y otros cuentos, Losada, 1993; Memorial de Aires, Corregidor, 2001; Don Casmurro, Amazon, 2020) y Rubem Fonseca, y del inglés a ErnestHemingway, George Orwell y Lafcadio Hearn.

Por su actividad como narrador y ensayista ha recibido premios nacionales e internacionales, entre otros: José Toribio Medina (1986), Primer concurso Play Boy de Cuentos en Español (1989), Primer Premio del Concurso Literario de Cuentos, Fundación Manuel Mujica Láinez Ana de Alvear de Mujica Láinez (1991), Fondo Nacional de las Artes (1993), Primer Premio de Narrativa del Concurso Felix Duarte de Santa Cruz de la Palma (España, 1994), Premio Edenor Fundación El Libro de Ensayo (1999), Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (1998) y Premio Especial Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (2007).

Ha coordinado talleres literarios y dictó el seminario “Poéticas y prácticas del cuento” en la Maestría de Escrituras Creativas, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.

Ha publicado notas en el área de ecología, deportes no convencionales y de alto riesgo, y turismo aventura en las revistas Cuerpos y Mentes en el Deporte, WeekEnd y Supervivencia y Aventura. Ha colaborado en las revistas literarias Maniático textual (reseñas y entrevistas) y Con V de Vian (traducciones); con notas y entrevistas en los suplementos culturales de los diarios Ámbito Financiero,El Cronista, y La Jornada Cultural de México. Desde finales de 2015 al presente publica semanalmente en distintos medios virtuales notas literarias, de arte y ensayos.

Entre 1993-2000 fue miembro de la Comisión Directiva de Cámara Argentina del Libro, donde formó parte de las comisiones de cultura, prensa y comercio exterior. A partir de esa fecha al presente es miembro de la Comisión de Cultura de la Fundación el Libro. Donde ha dictado cursos e integrado jurados literarios.

 

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Shibboleth
Shibboleth

Pese a los premios cosechados, no he visto ─ni creo que lo haga─ la película Los cazafantasmas, mucho menos su remake. Pero me identifico con una idea: soy cazador de palabras.

Desde el origen, las palabras identifican y diferencian, amigan o enemistan a “civilizados” y “bárbaros”, las comillas no son fortuitas, depende de qué bando venga la discriminación y esta actitud viene desde las etimologías. Bárbaro deriva del griego antiguo barbarós, onomatopeya con la que los contemporáneos de Pericles diferenciaban a quienes no hablaban su idioma, o no lo hacían bien, incluidos a los que vivían en sus ciudades, los metecos. Que los griegos, con este gálibo fonético, estigmatizaran, entre otros: a egipcios, persas y fenicios muestra, desde el gregarismo, el valor de los vocablos; incluyen o excluyen.

Pero a su vez, las palabras combinadas en frases permiten otras maneras de identificar lo bueno de lo malo, o ignorado. Son aquellas cuyo mensaje oculto no entendemos, aunque entendamos lo que dicen, porque transmiten algo inextricable, imposible de descifrar. Este secreto es lo que, muchas veces, llamamos seña y contraseña; no es su único sentido. Seña y contraseña también pueden ser una clave; en teoría descifrable. Poe reflexionó sobre ellas en “El escarabajo de oro”, el protagonista se enfrenta a un criptograma y lo resuelve partiendo de una lógica: lo que una mente puede codificar otra lo puede decodificar. No es el caso de seña y contraseña o mensajes en código.

La película El día más largo del siglo (1962), cuenta los prolegómenos y primera jornada del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944. Los alemanes, que están esperando el desembarco, no saben lugar ni fecha e intentan descifrar sus mensajes en código; el más importante, transmitido por la BBC la noche del 4 de junio de 1944, fueron las primeras líneas de Chanson d'automne de Verlaine: “Les sanglots longs / Des violons de l'automne / Blessent mon coeur / D'une langueur / Monotone”. Los tres últimos versos de la estrofa: “Hieren mi corazón / Con una languidez / Monótona”, alertaban a los jefes de la resistencia que la invasión comenzaría en las próximas 24 horas y debían preparar a su gente para atacar a los alemanes de manera masiva. El próximo mensaje de la BBC en código llega poco más adelante en la película: Jean a un long moustache; el Día D ha comenzado; la resistencia sale a combatir.

No sólo la manera de hablar; ropa y modales pueden ser rasgos distintivos y discriminatorios. Estos conceptos son el argumento de Pygmalion, la comedia de Bernard Shaw; en ella, el profesor Higgins metamorfosea a la tosca florista Elisa Doolitle en una dama por el solo hecho de enseñarle a vestir y hablar correctamente como ─se supone─ debían hacerlo las damas de clase alta. Imposible olvidar la adaptación de la comedia musical llevada al cine con el título Mi bella dama (My Fair Lady, 1964), cuando Audrey Hepburn vestida como una lady, logra deshacerse de su pronunciación cockney, de los bajos fondos del East End londinense y canta, delante de Rex Harrison, aquellas palabras que son su shibbóleth: The rain in Spain stays mainly in the plain.

He vuelto a ver esa escena de Mi bella dama en Youtube, música y letra son bellísimas; otro lenguaje, el body talking: estética y coreografía son las que chirrían y ahora es una suerte de cockney visual. En otras palabras, vista a la distancia, en lo que hace a su lenguaje corporal, Mi bella dama, es una película meteca y su body talking es algo que los griegos llamaron de bárbaros.

De esta manera, seña y contraseña son llaves que nos abren el mundo a nuevas realidades, como el “Sésamo ábrete” que permitió el acceso a la cueva del tesoro a Alí Baba y, luego, a su hermano Kassim, quien, enterado de estas palabras secretas, logra entrar a la caverna. Pero, al momento de salir con sus burros cargados de riquezas, Kassim las olvidó ─además de codicioso era desmemoriado─, en realidad recordaba “ábrete”, pero no la primera, intentó en vano con todas las semillas que recordaba, menos “sésamo”, que es la clave, y quedó encerrado; para su mal, porque cuando llegaron los ladrones le cortaron la cabeza y perdió la memoria definitivamente. Quizás Kassim podría haber dicho otra palabra mágica, a la que acudía un héroe de historieta, el niño huérfano Billy Batson que se transformaba en el Capitán Marvel ─una especie de Superman─ cuando la pronunciaba: “Shazam”. El conjuro Shazam tenía su miga; otorgaba al canijo Billy ─además del porte de un físico culturista y un atuendo bastante huachafo─: la sabiduría de Salomón, la fuerza de Hércules, la resistencia de Atlas, el poder de Zeus, el coraje de Aquiles y la velocidad de Mercurio. Podría haber ocurrido que Kassim, que además de codicioso era desmemoriado, pronunciara mal la palabra “Shazam” o la pronunciara al revés; los resultados también serían previsibles.

Leemos en el Libro de los jueces (12:5-6), el enfrentamiento y derrota de los miembros de la tribu de Efraim frente a los habitantes de Galaad. Los efraimitas volvieron sobre sus pasos y vadearon el Jordán, pero los galaaditas los estaban esperando y, para identificarlos, los sometieron a una sencilla prueba, les pidieron que dijeran la palabra shibbóleth (espiga), los de la tribu de Efraim la pronunciaban de otra manera, sibbóleth. Ese día, los cuarenta y dos mil que dijeron sibbóleth, al igual que Kassim, fueron degollados.

Shibbóleth ─con pronunciación galaadita─ pervive en inglés donde, además, tiene el valor de rasgo distintivo en la ropa, modales o lenguaje, que identifican a un grupo de personas.

Según el Merriam Webster Dictionary, el primer uso registrado del término shibboleth en inglés fue en 1638. No hay una adaptación de esa palabra en el de la RAE. Sería bueno que la hubiera.

 





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Plaza Italia, Barajas, Atocha
Plaza Italia, Barajas, Atocha

Mejor título sería “Plaza Italia, estrambótica; Atocha, traumática”; es largo.

El 21 por la tarde, Plaza Italia, remonto Thames camino a la sastrería de Elisabeth para retirar un pantalón; me llama la atención el clac clac de una señora que camina pasos más adelante. El doble repiqueteo era porque una de las chinelas de color rosado tenía parte de la suela despegada. Levanto la vista, pelo con los colores de la wiphala largo hasta la cintura, camiseta violeta fluo, pollera verde. En el semáforo de Thames y Paraguay, estudio su perfil, rostro tan maquillado como arrugado, uñas largas y multicolores con cadenitas pegadas a la altura de las medialunas ungulares se balancean como pequeños tentáculos. Me recuerda a Madam Mim, la bruja loca que disputa con el mago Merlín en La espada en la piedra de Walt Disney, se da cuenta que la observo con disimulo de voyeur, con la luz verde arranco y la dejo atrás. Mi última imagen de Plaza Italia estrambótica.

Durante el vuelo a Madrid, dormí mal y salteado; extraño, en esos casos lo hago como un oso hibernando. En Barajas tomamos el tren a Atocha, en el andén de la estación, a un piso más arriba y a once cuadras del hotel, la valija que llevaba delante mío se desplaza retrocedo un escalón para recuperar el equilibrio, pierdo el pie y me desplomo.

Terrible golpe del lado izquierdo de la coronilla, una luz blanca enceguecedora, Beatriz pide socorro sin poder bajar, me toco la cabeza la mano roja, un dolor muy fuerte en el riñón de babor y la valija que me aplasta. Alguien detiene la escalera y me deslizo hasta el primer peldaño. Atino a sacar un pañuelo y presionar la coronilla me asusta la cantidad de sangre. Pido que no me muevan hasta que venga un paramédico. Llegan dos, les pido que verifiquen si no me he roto la columna. José y Teresa, dicen que estoy entero, silla de ruedas. Me toman la presión casi 180, tengo tendencia a la baja. Poca ayuda para un hipocondríaco.

Ambulancia, camilla, José, Teresa, Beatriz, valijas. Hospital Gregorio Marañón, les digo a Beatriz y a mis enfermeros que es un buen augurio, médico y humanista. José me vuelve a ver la coronilla, “tienes para cuatro o cinco puntos”.

Guardia del hospital, control general de averías, camilla en la sala de guardia, biombo, pijama celeste, solo puedo quedarme con las medias. Una enfermera, presión de nuevo, alta pero bajando, pinchazo para extraer muestra de sangre y me dejan la aguja puesta “por las dudas que necesites suero o medicación intravenosa”. Otra médica, control de coordinación de movimientos oculares siguiendo su dedo sin mover la cabeza, tocarme la punta de la nariz con el índice y los ojos cerrados, abrir y cerrar muñecas, tobillos juntos mientras ella trata de impedirlo “vas muy bien, es que te has dado un feo golpe, ¿sabes?”. Revisa el machucón del riñón de babor, lo palpa, “no tienes nada pero prepárate, este va a doler muchos días” ─me preparo; ya tuve otro, una caída haciendo patines in line─; por último, advierte: no puedo beber, “si tienes sed, te damos suero intravenoso, y ni pensar en dormir, ya vendrán a ponerte las grapas, luego deberás esperar que te hagan una tomografía, pero eso llevará un tiempo”. Se despide.

Una muchacha y un muchacho, los supongo estudiantes de medicina; seis grapas. Le pido a Beatriz que me saque una foto, nunca he visto una de mi coronilla, menos con grapas. No se ve muy lindo ¿se vería así la coronilla de Frankestein? El sueño atrasado del vuelo acecha, trato de recordar relatos autobiográficos de accidentes que haya leído: la herida en la garganta de George Orwell durante la Guerra Civil Española en Homenaje Cataluña y una hecha para mi circunstancia, el golpe cortante en la frente y la septicemia de Borges que resultó en “El sur”, pas mal, Dhalman era bibliotecario; trato de fijar todos estos incidentes y escribirlos.

Mucho tiempo después, llega Silvina, otra enfermera prepara mi cama, “vamos a la tomografía” ─aunque acá le llaman “escáner”─. Salgo del túnel tomógrafo: “ahora debes esperar el informe”, de vuelta en la camilla a mi atracadero en la sala de guardia.

Una eternidad eterna después, llega María, otra médica, “la tomografía dio muy bien, puede irse, dentro de 10 días pase por una asistencia pública para que le quiten las grapas”.

Siete horas después de la escalera mecánica por fin en el apartamento, parece tarde para conseguir algo para la cena, por suerte encontramos un pequeño negocio de doner kebabs y durums, de unos muchachos de Bangla Desh que aprendieron a cocinar comida turca. Pena que no tienen raki.

Por la mañana siguiente, me levanto, un acceso de tos y siento como si me hubieran espoloneado por el costado de babor hacia popa. Cada vez que me toca toser, karma de los alérgicos, me debo aferrar de algo. Luego del desayuno Beatriz me comenta que, a raíz de mi caída y su imposibilidad de acercarse, soñó con la escena de las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Recordamos la escena de la aspiradora en la película Brasil y, más acorde con la escalera mecánica de Atocha, a Kevin Kostner en Los intocables intentando en vano, en medio del tiroteo, detener el cochecito de bebé en las escalinatas de la estación de tren de Chicago, pero Andy García lo consigue a último momento. La vida imita al séptimo arte.

Termino estas líneas y recuerdo una superstición que Beatriz me vive reprochando, mi temor por los años bisiestos: en el ’76, con el golpe de Videla nos echaron de la universidad, en el 2020 nos sorprendió el brote de Covid en Sevilla y luego de una pequeña odisea tomamos un avión en Madrid vía Barcelona antes de volver.

Por último ¿la mujer que me crucé camino a la sastrería de Elisabeth, no habrá sido Madam Mim rediviva y mi caída en la escalera de Atocha su anatema me alcanzó a diez mil kilómetros de distancia?

Me toco las grapas en  la coronilla, siento como si pasara los dedos por un cierre de cremallera y no me quedan dudas; es Madam Mim rediviva.

 

 





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Rehabilitación vestibular
Rehabilitación vestibular

Derivas de la caminata matutina para realizar los ejercicios de rehabilitación vestibular. Antes de partir acomodé en mi escritorio el libro que había revisado antes de dormir y las notas en papel sobre la relación con esta nota.

El libro, Epístola a los Pisones de Horacio, edición bilingüe, texto, traducción y versión interlineal de Helena Valentí. Baedeker a la hora de transitar clásicos greco latinos y libros o ensayos sobre la relación palabra imagen. Lo he leído y vuelto a transitar en la universidad en Mendoza, durante el exilio en Brasil y, en Buenos Aires, en la Maestría en Historia del Arte Latinoamericano. Epístola … fue el primer encuentro con Rovetti, cuando, en Introducción a la Literatura, el profesor recomendó adquirirlo advirtiendo que sólo estaba en su librería.

En la puerta de calle, una desconocida pareja de jóvenes madrugadores me dio los buenos días, mientras ella acomodaba, sobre la vereda y al sol, las alfombras del auto que acababan de lavar. En la ochava de Güemes y Gurruchaga, al amparo del alero, refugio de sin techo, ahora sin los habituales colchones, dos pares de sandalias de taco chino cuasi nuevas, una se notaba de buena factura; tela estampada en tonos celestes y ocres. El otro par, un modelo semejante en plástico negro brillante. Parecía que sus dueñas se las acabaran de quitar y arrojar a un costado de la cama.

Remonto Gurruchaga, con la rutina de rehabilitación vestibular, cuatro pasos mirando a la izquierda, lo mismo a la derecha. Tres series de treinta pasos, cruzo Paraguay; la misma serie, mirando hacia el suelo luego hacia arriba.

Rehabilitación vestibular, ejercicios para retomar el equilibrio por disturbios de estabilidad motriz, consecuencia de mi alergia crónica, que el año pasado alcanzó su clímax hasta ser estabilizada; pero dejó como secuela, problemas con el oído interno izquierdo concretamente en ─palabras del especialista y perpetuadas en mi libreta─ “los conductos semicirculares, que contienen receptores para el equilibrio”. Dentro de las 10 sesiones semanales a realizar, una batería de ejercicios cotidianos, caminar mirando a los costados y hacia arriba y abajo; más ameno en la calle que en casa.

Google aclaró qué son los arcanos “conductos semicirculares”, tres ramificaciones como una letra ce imprensa mayúscula ─con un punto de partida común ─. En la “caminata vestibular”, relacioné las ce con las galerías de la Biblioteca de Babel borgeana.

Desando Gurruchaga, concentrado en esta nota; desentierro recuerdos sepultos en mi Epístola… La exquisita versión de editorial Bosch (Barcelona 1961); 74 páginas, una maravilla de traducción cuasi inhallable ─aparece en dos portales españoles a 30 euros─. La maravilla de la traducción es porque el texto tiene tres presentaciones: una, la versión de Horacio, latín virtuoso de complicados hiperbatons encadenados y entrelazados como las galerías hexagonales de “La biblioteca de Babel”; en nota al pie, la segunda, en latín ordenado de acuerdo a la sintaxis española. Enfrentada, tercera: la traducción. Cuando la adquirí a Rovetti, por sugerencia de mi padre, que tenía su librería en una galería cercana, solicité un descuento. En la esquina con Güemes solo quedan las sandalias de plástico, al lado, con su carro de manos, un recolector municipal de residuos hace una llamada por su celular.

Rovetti y mi padre cultivaron una cauta amistad basada en el respeto profesional, sorteando diálogos políticos. Mi padre seguía con las secuelas de estalinista de pata negra. Rovetti era un caballero de alguna ciudad medieval del norte de Italia, de cultura exquisita, que complementaba nuestras clases de la facultad y hacía del hecho de visitarlo una clase de literatura y pintura europea. Llevaba un modo de vida rumboso, un dandy salido del Jardín de los Finzi Contini, nos fiaba sin límites y no llevaba la cuenta de lo adeudado. Jamás dejamos de pagarle, si algún estudiante, por aquellos años donde no eran frecuentes tarjetas de crédito, al contar sus dineros veía que no le alcanzaba para una compra, seguía un: “¿cuánto tienes?... Está bien, llévalo”.

Con otros libros era una luz y cobraba con la contudencia de un folgore o rayo, cuando se anunció el estreno de la película El exorcista, previendo que el libro de Blatty se agotaría compró cien ejemplares y los retuvo hasta que no quedó un solo ejemplar en las librerías de la ciudad y los lectores estaban desesperados, en aquel momento los puso en venta al triple de su valor, los liquidó en pocos días. De esta maniobra me enteré cuando todavía los tenía escondidos y le pregunté si no tenía algún ejemplar, en mi carácter de cliente e hijo de un colega, me lo vendió al precio normal; conjurando complicidad me mostró los libros ocultos en su depósito y anotició de sus intenciones.

En tercer año de la facultad, Rodolfo Borello, profesor de Argentina I y II, sabedor de mi amistad con Rovetti e interés por las dos Guerras Mundiales, me contó la historia del guerrero, yo le comenté la anécdota de los El exorcista, nos reímos juntos y eduje que la habilidad del librero para golpear como un rayo, arma de los belicosos Thor y Zeus, debió venir de su pasado. El niño Rovetti tuvo una infancia de Balilla, luego activista del fascio, estudiante de abogacía para terminar oficial de paracaidistas de la división de elite Folgore, usado la camisa negra durante quince años participó en desfiles triunfales de la remake hollywoodense del imperio romano de Mussolini. En el norte de África, con uniforme color arena camuflada, amarillo verde y negra, combatió en Tobruk y El Alamein. De vuelta a Italia junto con su batallón debió defender una colina en algún lugar no precisado por Rodolfo Borello. Le pregunté a Rovetti por esta historia, la confirmó, pese a mi notoria falta de discreción, no me atreví a preguntarle donde fue su último combate. Murieron casi todos sus camaradas, él como oficial al mando, se encargó de guardar las placas de identificación de los caídos, se rindió y se enteró de que la rendición de Italia y de su unidad se había firmado hacía horas; él y sus camaradas lo ignoraban al defender la colina; muchos de los que estaban bajo su mando se podrían haber salvado.

Estuvo preso de los ingleses, “los de la Folgore nos dieron lo nuestro en África”, luego de los norteamericanos. Su primera decepción fue cuando vio los depósitos de los aliados; “en uno de ellos vi más neumáticos de los que había visto en mi vida; me di cuenta que Ciano, tuvo razón cuando los Estados Unidos entraron en la guerra y le dijo aquella recordada frase de advertencia a Mussolini: Duce ¿usted ha visto la guía telefónica de Nueva York?, es más grande que todas las de Italia juntas”.

Consecuencia del cautiverio, Rovetti se cayó del caballo como Saulo y se convirtió, se volvió pro británico, pro norteamericano y antifascista rabioso. Murió anticomunista, detalle sobreentendido y obviado a lo largo de años de amistad profesional con mi padre.

 

 





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Lampião y Maria Bonita
Lampião y Maria Bonita

En Poética, Aristóteles, marca la diferencia de caracteres en Sófocles y Eurípides. El primero representa a los hombres como deberían ser; el segundo como son. De los grandes de la tragedia griega, Eurípides anticipa una sintonía de sus protagonistas con dramatis personae actuales; sus heroínas en rebeldía contra la injusticia, están más cerca de Ibsen que de sus contemporáneos; las motivaciones de Medea se adelantan veinticinco siglos a las disconformidades de Nora.

Esquilo y Sófocles creían en la inmanente decisión de los dioses; en Eurípides, los protagonistas son juguetes del azar y el terror que experimentaba el espectador ante el cumplimiento de designios divinos es sustituido por el asombro por el imprevisible destino humano y la confusión ante los cambios de la fortuna terrenal. Con Eurípides, los caracteres trágicos acusan y justifican; adquieren rasgos patológicos que permiten al espectador tenerlos por culpables e inocentes al mismo tiempo; lo trágico tiene así el doble propósito de satisfacer la predilección de la época por lo extraño y servir de justificación psicológica del héroe. Con Eurípides, la trama se vuelve terrenal y cotidiana. Por estas razones, Lampião y María Bonita son caracteres euripideanos.

El vasto semidesierto del Nordeste Brasileño, el sertão (aféresis de desertão, “desiertón”), comprende parte de Sergipe, Alagoas, Bahía, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande do Norte, Ceará y Piauí. En la región, la época de lluvias va de diciembre a junio, luego viene la seca del verano. Muchas veces las lluvias no llegaban, sobrevenían años de vacas flacas y la zona se tornaba inhóspita y yerma; fértil en sertanejas y sertanejos tan duros y crueles como solidarios. Ellos fueron protagonistas de la literatura y el arte brasileño, de Euclides da Cuña a Graciliano Ramos y Jorge Amado, a la literatura de cordel, y llega a su acmé con Lima Barreto y el premiado film Cangaçeiro.

Durante el período de sequías prolongadas la mayoría de pobladores emigraban (retirantes) hacia el litoral en marchas de hambre; magistralmente retratadas en Vidas secas. Una minoría de castigados sobrevivía, organizada en pequeñas bandas armadas que empezaron a florecer con las secas del último tercio del siglo XIX. Fueron llamados cangaçeiros, derivado de canga, yugo utilizado con los bueyes para el transporte de carga pesada ─alusión a las cananas y bolsos que llevaban en bandolera─. Con su clásica estampa de ropas y sombreros de dos picos confeccionadas con cuero crudo ─atuendo que Euclides da Cunha en Os sertões llamó “armadura flexible”─ apto para moverse entre la vegetación espinosa, los cangaçeiros formarán parte del paisaje sertanejo con sus asaltos y enfrentamientos con las fuerzas armadas.

El advenimiento del nuevo siglo trajo alguna bonanza a la zona, apaciguó ánimos y en 1897, o 1899, nació Virgulino Ferreira, epítome de los cangaçeiros, y responsable de hacer conocer el cangaço al resto del mundo. Entre 1920 y 1940, la situación climática del nordeste volvió a empeorar, el padre de Virgulino Ferreira fue asesinado y éste se enroló en la banda de Sinhô Pereira. La legendaria puntería, que no perdía ni en la oscuridad, le valió el sobrenombre Lampião (farol), aunque, sobre el origen de este apodo existen variantes que difieren en momentos y razones. Había nacido una leyenda que tendrá en vilo al ejército y la policía durante dos décadas. Pronto su banda se hizo famosa por los golpes de mano, generosidad y brutalidad con los enemigos; los nordestinos son duros y crueldad por crueldad optaron por la fidelidad a Lampião, quien en 1929 formó pareja con María Bonita, la mujer de un zapatero al que abandonó para seguirlo y compartir la vida de cangaçeira. Ahora, los asaltos y combates secundados por el lugarteniente Corisco, o diabo loiro (Relámpago, el diablo rubio) y María Bonita, correrían de boca en boca, de fogón en fogón y de allí a canciones populares, hasta elevarlos al rango de leyenda en vida.

Sin embargo, el ciclo de los bandoleros, románticos o no, llegaba a su fin. Los cangaçeiros eran anacrónicos; en un siglo que, por desigualdades sociales, en menos de un lustro, fue testigo del éxito de las revoluciones mexicana y rusa. Antes de la caída, tuvieron al país en vilo durante décadas.

El 28 de junio de 1938, el teniente Becerra, que llevaba años persiguiéndolo y había adoptado, junto con su tropa, hábitos y vestimentas de los cangaçeiros, logró emboscar a una columna dirigida por Lampião y lo mató, junto con María Bonita y media docena de los compañeros. Fue el fin del cangaço; Corisco y los sobrevivientes murieron dos años después.

En 1953, volvieron a la realidad, ahora desde las pantallas, con Cangaçeiro de Lima Barreto, clásico por excelencia de la cinematografía brasileña y primer film de esa nacionalidad en ganar reconocimiento mundial, empezando por dos premios en el festival de Cannes: mejor película de aventuras ─en Francia estuvo cinco años en cartelera─ y mejor banda sonora por el tema central: Mulher Rendeira.

Los premios no fueron azar, en Cangaçeiro, escenografía y vestuario estuvieron a cargo de Héctor Páride Bernabó, más conocido como Carybé, pintor grabador, escultor y muralista nacido en Lanús, nacionalizado brasileño, ilustrador de la obra de Jorge Amado, y el músico Dorival Caymmi. Por su parte, Mulher Rendeira, logró, como Garota de Ipanema, años después, cautivar a cantores extranjeros, entre otros a Joan Baez. La cautivante cadencia inicial de Mulher rendeira: “Olê, mulé rendeira / Olê, mulé rendá / Tu me ensina a fazê renda / Que eu te ensino a namorá”, es obra del musicólogo y compositor Gabrie Migliori; un ritmo de xaxado, danza popular del sertão; y muy apreciada por el cangaço para festejar sus victorias.

Las cabezas de Lampião, María Bonita y sus camaradas, primorosamente acondicionadas en cajas de regalo recorrieron Brasil, para certificar sus asesinatos. Una foto de ese año muestra la vidriera de la elegante confitería Manon en la rua do Ouvidor en Río de Janeiro, decorada con éstos despojos.

Los sobreviven: la memoria colectiva, el arte popular, la “literatura de cordel”, innumerables canciones, films y series de televisión. Y el permiso oficial, vigente desde 1939, para usar el disfraz de cangaçeiro en las fiestas de carnaval.

 





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Errancias hogareñas
Errancias hogareñas

Empecé a llevar en un cuaderno el registro de los libros leídos después de casarme. A finales del siglo pasado, pasé esa lista a un documento Word; la innovación tecnológica marcó cambios importantes en el registro, pude buscar con facilidad en qué año leí determinado título. Leo por familias y afinidades; cuando abordo un libro nuevo, averiguo por Internet las lecturas mencionadas o influencias del autor, las rastreo y quedo al acecho de sus futuras publicaciones. Más atrás de mi casamiento, salvo autores grecolatinos, del Siglo de Oro y grandes novelistas, todo queda confiado a mi memoria.

De ese incierto y caprichoso registro ─incierto por ignorado, caprichoso porque los recuerdos afloran cuando se les antoja─, rescaté dos libros que no tenía anotados, los leí a los ocho o nueve años por primera vez, y siguieron infinitas lecturas. La primera fue allá por el '56 o '57, cuando una epidemia de poliomielitis obligó a los niños a recluirnos tres semanas en casa a un régimen de agua y verduras hervidas. Los primeros días fueron un infierno, de nada sirvieron libros, juguetes y microscopio, por cuya platina pasaron los cadáveres de las hormigas, arañuelas y algún que otro mosco que sobrevivía al invierno como podía entre las hojas secas de las macetas. Clamaba por una salida a la calle, nada podía apaciguar a un monstruo sin hermanos mayores de los que recelar ni menores para tener bajo su férula. Hasta que un día, mi padre llegó con dos libros que me hicieron olvidar del mundo fuera de mi prisión hogareña y me llevaron a nuevos universos, más que literarios, existenciales.

El primero Un paseo por la casa, de M. Ilin que, según me enteré no hace mucho, era el seudónimo de un ingeniero ruso; hace dos lustros lo encontré por Internet, no más ver la foto de la portada supe que era el mismo que me había traído mi padre, editado por la extinta Editorial Calomino de La Plata en 1949. Como el título lo indica trata sólo de eso ─pero supera al viaje de los Argonautas─, un tour guiado por la casa, empezando por cañerías de agua y gas, estantes de la cocina y la alacena. Historias que hablaban de la química de la cocción de distintos tipos de alimentos, fósforos, materiales y técnicas con que se confeccionaba y servía la comida: ollas, cubiertos, vajilla. Seguía por el cuarto de estar, la biblioteca y la historia de la escritura en tabletas de arcilla, pergaminos, papiros, el papel y la imprenta. Luego saltaba a los relojes: clepsidras, de arena, de péndulo y de muñeca. El fin del viaje, el dormitorio: el espejo del ropero y la historia de la fabricación y soplado del vidrio, de allí a las prendas del armario y diferentes tipos de tejidos.

“Sésamo ábrete”, ese libro me influyó en dos direcciones. Una, de repente, la prisión hogareña se transformó en un palacio encantado lleno de secretos y tesoros, me interesé en seguir los pasos de mi madre con ollas y sartenes di mis primeros pinitos de chef, debuté con mis primeros tucos y tortas fritas. Como recordaba haber visto a mi padre cambiar los anillos de cuero de un grifo, me empeñé, bajo su mirada, en hacer otro tanto. Además influyó en la elección de mi colegio secundario.

El otro libro que devoré en esas tres semanas fue la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, al igual que Un paseo por la casa literalmente desintegrada luego de infinitas lecturas, y a la que reencontré hace años en una librería de Quito, pero en otra edición, de Gustavo Gili Mexicana. Con Humbert entré en el Olimpo y sus vecindades y nunca más volví a dejar ese barrio.

Al poco tiempo devine lector de la revista “Mecánica Popular” que coleccionaba un vecino, a la par que crecía mi familiaridad con los clásicos grecolatinos, de Homero y los que sobrevendrían hasta finalizar en, este siglo, con Luciano de Samosata. De manera paralela: Cosmos, Los dragones del edén y los dos volúmenes de Historia de la Tecnología de Kranzberg-Purcell.

Estas errancias hogareñas, con los años me llevaron a senderos inesperados que me han traído hasta el presente. La primera fue el bachillerato con formación en química y, en el Liceo Agrícola y Enológico, cuando empecé a cursarlo vi que incluía formación humanística ─uno de los pocos secundarios donde se enseñaba latín y cultura grecorromana.

En la secundaria, con mis compañeros, al igual que alumnos otros colegios, aunque, sin duda, no tan hiperbólicos como nosotros, celebrábamos los fines de curso, navidad y año nuevo con explosiones, con el agregado de nuestros saberes en química. Salvo algunos fuegos artificiales nocturnos, jamás recurrimos a la pirotecnia tradicional sino a nuestros entrañables "tornillos". En realidad eran pernos de 3/8 de pulgada ─sólo se conseguían en algunas ferreterías especializadas─ a los cuales desatornillábamos la tuerca hasta la última vuelta de rosca. Poníamos en la cavidad un preparado de clorato de potasio y azúcar glas en partes iguales y, cuidando que la mezcla se repartiera en el intersticio helicoidal de la rosca del tornillo y la tuerca, atornillábamos la tuerca hasta que llegaba a la punta roscada del perno. Paso siguiente: estrellar el bulón contra las baldosas de la acera; una llamarada coincidía con el wagneriano estruendo.

Los pasos de estas hordas artificieras eran rastreables ─no por miguitas de pan como Hansel Gretel─ nuestro hilo de Ariadna eran las huellas de las explosiones sobre las baldosas. Las pacientes mamás de aquellas décadas sabían que, si bien algo tenaces, estas manchas pardo amarillentas con bordes negruzcos salían, y evitaban limpiarlas hasta que nuestro furor pirotécnico se aletargaba. Participé de estas tropelías durante los seis años de secundaria y no registro en mi memoria quemados, mutilados, o tuertos como los que proliferan en las estadísticas de radio y televisión durante las fiestas de navidad y año nuevo.

El próximo paso fueron dos años de ingeniería química. A finales del segundo vino la influencia de Mitología griega y romana de J. Humbert, cambié por la carrera de Letras y me recibí. Ya graduado, volvió un recuerdo del Liceo Agrícola años después, en un bar de Boston descubrí el dry martini ─hasta ahora coctail aparece en dos de mis novelas─, “Stirred, not shaken”, como pidió por primera vez el double o seven, en Casino Royale y no “Shaken, not stirred”, licencia poética cinematográfica en la película homónima y que responde a efectos auditivos.

 





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